Volviendo a la isla. Imagine

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Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- Lennon, confesó alguna vez que cuando chico pensaba: “O estoy loco o soy un genio”.
Si las circunstancias no se hubieran aliado felizmente para que Lennon compusiera, junto al bueno de Paul, algunas de las más hermosas canciones de la música pop, probablemente Lennon seguiría hoy vivo, septuagenario y tocando la guitarra en algún sucio garito de Hamburgo, medio alemán ya, después de tantos años. Fracasado y convencido de que ni era un genio, ni estaba loco, ni nada.
Tendría Lennon algunas canciones bien bonitas compuestas, que interpretaría en las fiestas familiares y que serían muy celebradas por los hijos, las nueras, los yernos y los nietos. Y a lo peor, no hubiese compuesto jamás “Imagine” porque la mayor parte de su vida se la habría pasado tocando polkas, o el “Lili Marlene” frente a patuleas de alemanes borrachos y nostálgicos de los fulgores del nacional socialismo.
También tocaría Lennon, pasodobles de Manolo Escobar en las asociaciones de emigrantes españoles, o clásicos de Chuck Berry en casinos para bailongos panzudos y teñidas señoras divorciadas viviendo una nueva apoteosis hormonal.
La humanidad se hubiera quedado sin un ramillete de buenas canciones y Lennon sin sus millones de dólares, sin sus amantes, sin su Yoko Ono, sin fotografías en pelotas y sin su paranoico y asesino admirador fatal.
Se quiere decir que el éxito, ese por el que alguna vez, hace siglos, se ha luchado, cuando el porvenir era largo y el futuro una esperanza y no una amenaza, es una circunstancia tan azarosa y tiene tan poco que ver con el talento como la lotería.
Este artículo, por ejemplo, sin ser bueno, ni malo, sino regular, firmado por algún plumífero de relumbrón tendría ante tus ojos, oh lector, un valor añadido, un IVA. No se me escapa esta evidencia, por más que pueda sonar algo petulante.
Eso en las artes, claro, porque en el deporte si un tío es capaz de saltar como un mono, o de pegarle a la pelota con un tino y una fuerza bestiales, o de levantar toneladas de peso sin que se muera del infarto de miocardio, no serán precisas subjetividades como “Esto está muy bonito” o “Esto suena muy bien” o “Este cuadro es una maravilla”.
En lo esportivo, sencillamente llega uno a la cancha, se pone sus calzones y su camiseta de forzudo y ¡zas! Levanta, chuta o salta. Y la gente se queda estupefacta como cuando íbamos al circo y veíamos las cabriolas de un anciano con musculatura y pecho peludo de legionario y una antigua vedette de nalgas cabizbajas, sobre un trapecio.
Entiéndase que hablo del éxito, de la relevancia social y no de la valía de las obras.
Siguiendo el ejemplo de nuestro venerable Lennon, si este hubiese, al final, podido componer “Imagine”, la canción seguiría siendo tan bonita y tan ingenua como ahora. La diferencia es que casi nadie se hubiese fumado un porro escuchándola, ni se habría ligado nadie a una hippie tan bonita o más que la canción, y tan ingenua o más que la canción, cantándosela al oído en una barbacoa ibicenca.
El manuscrito de “El Quijote” si se hubiese perdido, porque Cervantes hubiera sido aún más desgraciado de lo que fue, o porque Lope de Vega lo hubiera escondido, para brillar él más, pero sin valor para la destrucción ni el fuego, como decía Cernuda, al final; de ser descubierto, seguiría siendo “El Quijote” Una obra mayor de la historia de la humanidad.
O las partituras de Mozart, si el pobre Antonio Salieri las hubiera también escondido en un cofre bajo siete llaves, para llevarse él las rosas y el vino de las monarquías melómanas, al final saldrían a la luz y seguirían valiendo tanto como siempre; más que el oro del Perú.
Eso no quita que, aún a riesgo de equivocarnos, ayudaríamos -por omisión- al arte si pudiéramos esconder nosotros los cuadritos de unos cuantos que yo me sé, los libros de otros pocos, las películas de puñetazos y bombazos gringas y las chuminadas de treintañeros promiscuos del cine madrileño, o la música molestísima de esos delincuentes intelectuales del regatón.
Haríamos, además, un gran bien a la humanidad, como Lennon con su Imagine y Cervantes con su Quijote, esta vez por omisión.

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