Mudanzas y rescates

Articulos, Cultura, Gallardoski

Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».-La gente huye de la mansedumbre del hogar, de la televisión y sus vómitos, más verdes y asquerosos cada temporada. De las plataformas digitales donde cada cinco días hay un telefilme al que la crítica -más comprada que un boxeador ludópata de esos que le deben dólares en cantidad al mafioso obeso y siendo el púgil favorito, se tirará a la lona en el tercer asalto para que cobre el mafioso la deuda- pues: más comprados por las productoras esos críticos, que catalogan de única, genial e imprescindible la nadería de turno, que dan ganas de agarrar – como el sicario del mafioso gordo- al crítico por las solapas de la chaqueta y decirle un par de cosas. 

La gente, a poco que pueda, se tira a la calle, como los chiquillos de antes, que salían del colegio y todavía con el bocadillo en la mano ya andaban zascandileando por las aceras e iban tras el rastro del balón y de los compinches que- todavía no lo sabían- serían parte de su vida ya para siempre.

Ahora los niños se barbarizan mucho menos y van de la mano de sus padres a cumpleaños que organizan papás y mamás, a veces disfrazados y con globos de colores, como si les fuera en ello el prestigio paterno filial. Eso de la rúa alborotada por gorriones y tiernos infantes, sucedió antes que los papás y las mamás hacinaran a sus vástagos en las casas, y los criasen narcotizados con juegos de ordenador e informáticos ingenios. Todo por miedo a los peligros de la calle: coches que atropellan, hombres del saco que secuestran, otros niños cabrones que acosan a los más débiles… y mafiosos, o empleados de los mafiosos gordos, como Oliver Hardy. 

Las tabletas cibernéticas, los móviles y todo eso que les dispensan a los niños en pequeñas dosis, grageas del entretenimiento un poco tóxicas, les sirve a los papás y mamás con globos de colores en las mochilas, también, para el chantaje, cuando los chiquillos no se comporten como es debido. Ea, pues ahora que ya te he creado la adicción a los jueguecillos electrónicos y a los amorfos y asexuados dibujos animados, te raciono-como los camellos a sueldo del mafioso gordo – las dosis.

Como uno apenas sale de noche a ninguna parte, va, la noche que lo hace, por las calles de la ciudad con la boina del asombro calada hasta las orejas. ¡Cuánta gente y qué dispar panorama! 

Ese garito al que arribábamos solitarios para pedirle al camarero una birra y que nos hiciera el favor de ponernos en la platina la maqueta que habíamos grabado con nuestro grupo, para escucharla por enésima vez, está, hoy día, hasta la bola de peña multicolor desde que la regentan unos muchachos tatuados y unas muchachas con la nariz atravesada por un imperdible, como Nina Hagen. 

A nadie conocemos. Pero nos agrada que el pueblo se parezca tanto a cualquier otra ciudad de este gran país nuestro y se haya quitado un poco la tizne cateta. Esto, claramente, es consecuencia de que la información viaja a tal velocidad que el pedo de un elefante en un pastizal del África subsahariana, puede escucharse al momento en una taberna de una ciudad del sur, en directo, si se quiere, porque siempre hay alguien conocido dándose un garbeo, un safari, por las más ignotas tierras del mundo. 

La gente en la calle, de fiesta, es mucho mejor gente que en los trabajos, currando. Donde vemos de lunes a jueves avinagradas jetas y muy agobiados hombros encogidos, ahora nos encontramos mesas largas con cantidad de amigos y amigas de una pandilla bromeando, amagando brindis, dándole besos al recién llegado o abrazos al que se tiene que ir. 

Esto nos lleva al sofisma de que la humanidad, en general, trabaja, lucha cada jornada, para eso; para ser mejores. Y con esta piadosa conclusión, dan ganas de sumarse a todos los brindis. Abrazar a todos los que se tienen que marchar, besar a los que regresan. 

Queridos treintañeros que pobláis la calle un viernes noche, no os conozco, pero tenéis una pinta estupenda todos. Dejad que me sume a vuestra alegría, a vuestra esperanza. Yo también soy un tío enrollado, y puedo cantar una canción de Loli Meyers, o un cacho. Y beber tés exóticos con hielo, en lugar de este café negro y proletario con el que ando por las cafeterías y que me avían el ritmo cardiaco. 

Lo de raparme un poco la cabeza, por la parte de las sienes, ya no lo haré, porque a mi edad uno lo que quiere es ir evitando la calavera y esos cortes mohicanos que a vosotros tan bien os decoran y os sientan de maravilla, parecerían- en mi caso- una anunciación de la misma, de la calavera. Pero yo creo que podría estar en la pandilla. O eso pensaba, hasta que, en uno de los tabucos de moda, he visto a uno de mi quinta. Vestido como toda la vida, porque la moda tampoco ha cambiado mucho y si eres de chupa vaquera y tejanos, puedes entrar en los años ochenta, los dos mil y en un rodeo del siglo dieciocho en Kansas City sin mayor problema. 

Hablaba, el cincuentón noctámbulo, de las mismas tontadas que hablaba hace treinta años, por lo poco que pude pillar al vuelo de su conversación y miraba a las muchachas que podían ser sus hijas- es verdad, ya todas las muchachas pudieran serlo- con una cara de sátiro indomable que daba vergüenza ajena. Fijo que se sabe la de Loli Meyers entera, y no un cacho como yo. Y lo de raparse ni se lo planteará porque está más calvo que el teniente Kojak , señor, que antiguo ¿veis? 

Lo cierto es, que me había despistado del grupo que buscaba alguna taberna en la que cenar algo después de haber asistido a un bonito concierto en el Círculo de Artesanos (ya, ya, voy bordeando lo antiguo y casi rayando en lo castizo) Respiré aliviado cuando vi a mis compañeros asomándose por la esquina y proponiendo para el tapeo un restaurante tranquilo, a ser posible con estufas o chimeneas, que a nuestra edad la nocturnidad lo único que estimula es la alevosa artrosis o una alarmante neumonía. 

La cena, por cierto, bastante bien. Y barata. Lo único, que luego me costó coger el sueño- ardor de estómago, me parece- y como tenía que terminar el artículo, pues me he dicho: nada, a escribirlo. 

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