Volviendo a la isla. Cada uno es como es

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Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».-Aquí todo el mundo sabe quién es quién. Disimulamos por aquello de la convivencia y tal vez, por esa actitud un poco denostada últimamente a la que llamamos “tolerancia” 

Parece ser que tolerar es una manera de decir “te aguanto, porque no me queda más remedio” Bueno, está bien. Yo a algunas personas las tolero, su discurso y sus devaneos me parecen intolerables, pero a las personas las tolero. Incluso muchas veces tengo que torearlas, que sería otra manera cañí de nombrar la convivencia. 

Por lo que sea, algunas veces me sacan de casa para que me aireé un poco por ahí. Suele ser cosa de quilombos literarios o musicales. Uno trata de ser fiel a sí mismo y hablar como siempre lo hace, mezclando humor y una miaja de alientillo poético. Suele funcionar con los partidarios, con los amigos. Pero he observado cómo hay quien mira desde el profundo desprecio cada uno de mis circunloquios públicos. Me ha pasado muchas veces y cuanto más pijo es el cenáculo, más claramente lo noto. 

Aquella broma que, siendo para mí muy natural y sencilla, es considerada por la señora de la primera fila una afrenta a sus firmes principios fundamentales y hace que, por un instante, tiemble levemente su siliconado pecho. Ese otro gesto; beber a morro de un botellín de cerveza durante una lectura poética, desvirtúa ya para siempre la prestancia y cadencia de mis hasta entonces celebrados versos. 

La primera de las evidencias de este elocuente desafecto suelen ser los rodeos. Son graciosos los que dan en torno a mi triste figura aquellos que, por nada del mundo, se advendrían a estrechar mi mano proletaria. No sea que les pegue algo, un callo, una verruga, lo que sea. 

La segunda, es la habilidad que tienen los dueños del cortijo en evitarme. Gambetean como Ronaldiño antes de ponerse gordo como una albóndiga, buscando la bandeja de canapés o mirando al cielo cuando me los cruzo camino del baño, jugando al despiste. 

Yo, siendo habitualmente de natural huraño, en estas circunstancias exagero cortesías y diplomacias, por divertirme un poco con sus caras de disgusto y con sus meñiques extendidos, como las cortesanas del Rey Sol.

Otra de las evidencias es que, mientras todos ellos se conocen y tienen cosas de qué hablar, yo sólo conozco a los camareros y a los del mantenimiento del marco incomparable. Así que acabo hablando con ellos de esto y de lo otro. 

Los trabajadores al principio también me evitan, por si me hubiese yo aburguesado o me hubiese vuelto idiota por juntarme con los pijos. 

Cuando comprueban que no, que pese a todo, sigue siendo uno el mismo pringado de toda la vida y está en esa fiesta, en ese sarao, por pura chamba, se relajan y me recuerdan el día que fuimos juntos a buscar vendimia o los treinta minutos que me aguantó aquel capataz cogiendo peras, que parecía uno de tan parsimonioso, un orfebre de la huerta de Esopo, el de las fábulas. 

La persona que tuvo la genial ocurrencia de invitarme a estas pachangas, se apura muchísimo.  Por una parte, porque teme que vaya luego por ahí, contándolo.  Y un poco porque no sabe dónde colocarme. Yo les digo siempre que no se preocupen, que yo me coloco solo.

Y, por otra parte mi anfitrión, se encoge de hombros frente a sus compinches de la facción pija, como diciendo “es que por escrito este muchacho gana mucho”

Para ser justos, debo añadir que salgo escopetado siempre, en cuanto largo mi pregón, suelto la merca como los gitanos en la furgoneta y escapo a la búsqueda de ella, de los amigos y amigas y de cualquiera que no hable como si tuviese un chicle pegado al cielo de la boca.

A lo mejor si me quedase a contemporizar, a relacionarme y todo eso, terminaba pasándolo en grande y siendo, yo también   un tío guay. O no. A lo peor terminaba, de quedarme en la fiesta, siendo un payaso. O detenido. O, en tiempos de guerra y espanto, en una puta cuneta sufragada por los mismos que hoy miran al poeta y dicen jiji, y dicen jajaja…

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