Mudanzas y rescates

Gallardoski

Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».-Los medicamentos son como los dones con los que el buen dios premia a los justos. Por un lado, alivian el dolor, pero por otro exigen su tributo de fe y, como sucede muy a menudo, apaciguando un mal, alimentan otro que no nos esperábamos.
Estaba bien el paraíso terrenal, sobre todo por la cualidad de rentistas eternos con la que se premiaba la mansedumbre y el absentismo sexual de nuestros primeros padres, pero ¡ay! Una vez descubiertas las cosquillas, el ser humano prefiere currar, padecer, ganarse el pan con el sudor de la frente y parir con dolor, que esa abulia infantil sin caricias ni intercambio de fluidos corporales.
Algo así, ocurre con unas grageas, diz el farmacéutico que milagrosas, contra las turbulencias respiratorias que la primavera desencadena en algunas personas, que, curando una cosa, están contraindicadas frente a otras. Como el Paraíso terrenal y el asunto de follar (y que me perdone la secretaria de estado de igualdad por utilizar verbo tan vetusto y procaz)
Las que yo tomo, ya lo avisa el prospecto, favorecen con mayor frecuencia: nerviosismo,inquietud, dificultad para dormir, ansiedad, temblor. Alteración del gusto.

El gusto lo tengo bien: Con decirte que estoy leyendo estos días a Montaigne con mucho placer y, yo creo, gran provecho, te lo digo todo.
Ahora bien, lo de la dificultad para dormir, ahí sí me he comido el efecto adverso de la pastillita con patatas. Y si piensa uno que las tomaba para descansar y no andar toda la noche moqueando como un loro enjaulado, aceptamos que el moqueo bien, embridado por la química, pero que el descanso que nos prometíamos tan felices…nada. Yo, que tardaba en quedarme frito el tiempo de echarme la sábana encima.
Qué corta es la noche del sueño plácido. ¡Y qué larga y jodida la del insomnio! No tanto ya por el cansancio y la fatiga que uno teme que lo acompañará para lidiar con el día, con la jornada que se avecina sin haber pegado ojo, sino por la pirámide espantosa de vagos pensamientos negros como ella misma, como la noche, que construye absurda e impíamente la vigilia.
Si camináramos por la vida con esos pensamientos también de día, el mundo sería un horror de angustias, preocupaciones y remordimientos. Una suerte de infierno en la tierra alimentado por todos los demonios. Pero no, en cuanto enfrentamos esa dudosa claridad de la mañana, afortunadamente nos reponemos y avanzamos hacia el café negro que tendrá que espabilarnos, porque si no, vaya papeleta.
Yo, como hoy iba a ser: es, inevitablemente sábado (domingo para vosotros, legión de ojos atentos que vendrán a compartir conmigo esa columna) estaba menos preocupado por la noche en vela. Total, para pasear por la playa, desayunar con mi hija, saludar al librero e intentar ponerle música a una copla que tengo por ahí, abandonada, tampoco me hacía falta ser un lince, ni estar tan espabilado. (Ni para escribir esto- dirá el gracioso- que no habla más que de lo que a ti mismo te ocurre. No, si te parece voy a hablar de lo que le ocurre a Ramón Tamames)

Amaneció con niebla y mientras paseaba tuve que esquivar una vomitona asquerosamente reciente que emporcaba la acera. Me dije; vaya, comienzo.
Unos pasos más adelante otra regurgitación aún más repugnante con trozos de cosas engullidas y colores imposibles, como un cuadro de Pollock, que malicio yo que sería del mismo o de la misma, y me dije a mí mismo esta vez: pues este tampoco es que haya pasado una noche muy buena. Uno se cree el más desdichado de la madrugada y con asomarse un poco al mundo puede observar que tras el toque de retreta, hay de todo.
Luego, cuando llegué a la playa, me di cuenta de que estaba cansado y fantaseé con la idea de tumbarme un rato en la arena, dejar que el sol que ya asomaba a través del cortinaje de niebla me acariciara el rostro. Dormir allí, sobre la arena, el sueño reparador de los inocentes.
Pero enseguida desterré esa idea por extravagante. Un hombre de mi edad, ahí tumbado y vestido decorosamente, sin rala melena de vagabundo, ni cochambre en la camisa, induciría a la alarma de los deportistas y los caminantes del paseo. Hasta los perros ladrarían extrañados.
Tampoco podríamos dormir la mañana, porque despertaríamos la curiosidad de los vecinos.
¡Eh, señor, está usted bien! Uno. Otro: ¡Quillo, necesitas ayuda! Y alguno: ¡Ja, ja, ja, mira ese tío, ¡qué haces ahí dormido, pringado!
Vendría, casi seguro, una ambulancia, o peor; un coche de la policía con su pareja de maderos llamándome “caballero” y preguntándome mierdas del estilo “¿qué hace usted aquí tumbado, si puede saberse? ¿Se encuentra bien o es un tarado estrafalario?
De uno joven no se preocuparían, pero un cincuentón descansando libremente en la playa y, como digo, sin pinta de vagabundo, o está como una chota o es que ya le ha dado el infarto de miocardio.
En fin, y esto es lo que quería decir, verdaderamente: No tenemos libertad ni para soñar.

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