Volviendo a la isla. Qué bonita fue la primavera
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- Cuando lo del confinamiento, ¿os acordáis? Se produjo un fenómeno muy curioso; una suerte de esperanza en que la asunción de la catástrofe, podría ser la antesala de una sociedad distinta, mejor. Era un consuelo frente a la soledad de las personas cautivas y atemorizadas por una enfermedad que se llevaba o estaba a punto de llevarse al otro barrio casi a una generación. Las pancartas de los más entusiastas contenían leyendas un poco naifs tipo “Saldremos mejores” “Venceremos entre todos y todas”
Y estaba bien que así fueran- las pancartas- porque qué otra cosa íbamos a hacer que querernos, siquiera en la distancia. Estaban por allí vociferando algunos, los del partido Vox, por ejemplo, que montaron aquella romería pija de rojigualdas banderas por las calles de Madrid, que daba gloria verlos tan aseados a los cachorros del fascio. Yo pensaba que, expuestos así; al natural, la gente sentiría la misma fatiga frente a ellos que sentí yo, pero qué va, ahí van ganando elección tras elección.
Aún así, con esos pequeños disturbios de la moral y el carácter, la mayor parte de la peña andaba en otra cosa. Queriendo confiar en el doctor Simón (qué andará haciendo ese hombre ahora, cómo llevará el pelo) y en nuestro atildado presidente del gobierno, que hablaba casi como Winston Churchill cuando la guerra, pero en guapo.
Si el mundo se iba al carajo, al menos que nos fuésemos del valle de lágrimas con una sonrisa beatífica y zen, para que los ángeles supieran que no éramos, pese a la mala fama que nos habían dado Jesucristo y su padre allá por los cielos, tan cabrones.
Era un hálito poético y bello musicado por la señorita Rozalén y por el Kanka, o gente así, henchidas de alegría, porque les va de puta madre en la vida y el oficio, sin tener que haber hecho grandes concesiones y sin tener que pasarlas putas pateándose garitos insalubres donde mientras tú canturreas con la guitarra, los noctámbulos borrachos y las borrachas noctámbulas, aprovechan para cotorrear y contarle la vida a la primera presa que avistan desde sus solitarias atalayas.
Aquellos efluvios ¿os acordáis, no? Acabaron inspirándonos a todos. Yo me confieso emocionado y aplaudiendo desde mi terraza cada atardecer de nuestra particular primavera negra.
Esa ovación que cívicamente organizábamos los vecinos de todo el país, no estaba dirigida a nadie y estaba dirigida a todos. Yo aplaudía a los de la sanidad, claro. Y a los bomberos, supongo. A la policía, qué quieren que les diga, me costaba una miaja más de esfuerzo. Pero también, coño, que el mundo va a cambiar – pensábamos casi todos, como drogados por Walt Disney- ya no se van a poner esos cascos y esos escudos y esos chalecos y esas porras y esas pistolas y esos lanza bolas y esas esposas…que no sirven para mucho por cierto, porque van a reprimir/ controlar una manifestación de octogenarios jubiletas y siempre hay veinte heridos, de los que quince son policías (ataviados con sus gorras, sus pistolas, sus escudos, sus escopetas lanza bolas, etcétera) Total, que más o menos en la soledad y la cautividad, sentimos una hermosa esperanza.
Ahora la esperanza es llevarles armas a Ucrania para que mueran matando, escudriñar algo de verdad entre la propaganda, conocer la identidad y la nacionalidad de los asesinos reales, que nos importa mucho más que la identidad de los asesinados. Escuchar cómo la lía el presidente de los EEUU que chochea en cada comparecencia y como a él le quedan tres telediarios, no para de echarle leña al fuego de la diplomacia. Ahora nos queda el señor Borrell arengando a la triste Europa para que se acostumbre al frío y a la indigencia. Y nos quedan atribulados caseteros feriantes enfadados, porque no quieran los camareros quedarse a vivir en las casetas, y líderes con patillas llamando la revolución empresarial del transporte o lo que sea, y una inflación que nos amenaza con la pobreza y la melancolía. Mujeres asesinadas que lo son porque la vida es dura y no por la violencia machista. Y refugiados rubios con ojos azules que todos quieren acoger en sus parcelas de verano. Y refugiados de tez morena que nadie quiere acoger si no es para que trabajen en condiciones de esclavitud en sus parcelas.
Ahora nos queda lo que somos y se aborrasca entre tanta hipocresía la bella primavera.