Volviendo a la isla. Lo que es hasta despertar
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».-Qué pendencias desconocidas resolvemos durante la noche para amanecer así; con los ojos hinchados, la cabellera -el que la tenga, al que le quede- despeinada como si nos hubiésemos peleado con un gato salvaje y la boca seca como si hubiésemos la vigilia vagado por el desierto del Sahara en busca de un Oasis.
Algunas veces con un dolor de espalda tremendo (es el colchón decimos para engañarnos y disculpar a la edad y a la fatiga de músculos y huesos) Otras moqueando como un tarado y los que fuman, tosiendo advertencias y negros presagios del humo y la nicotina.
Dormimos ajenos a los condicionantes del espejo con el que viajamos por la vida, que nos acompaña a cada instante.
El espejo en el que creemos ser, es decir; reflejar lo que somos, el espejo que contiene nuestra identidad relativa y nuestra pretensión de naturalidad. La máscara, en fin, que Nietzsche afirmaba con mucho acierto que ama lo profundo, así dormimos. Ajenos por fin a las ceremonias y a la representación que hemos dado por buena.
Cuando era joven yo dormía muy poco. Arrastré una especie de desvelo casi desde la adolescencia. Pasaba gran parte de la noche mirando por la ventana de mi cuarto absorto en la intermitencia de una estrella o en la cadencia con que la lámpara del faro de Chipiona saludaba a los insomnes y que desde aquella habitación de la barriada del Palomar se veía claramente.
Cuando me casé y nació mi hija, vagaba como un fantasma por los pasillos de la casa, leía, escribía de madrugada y de cuando en cuando me asomaba a verlas, a ella y a mi hija y se me dibujaba una sonrisa cuando las observaba tan apacibles. Sin miedo a nada por aquel entonces. Era como si les preguntase en silencio ¿Estáis bien? Y a veces, por esas cosas raras que tiene el silencio, respondían con un murmullo, sí; lo estamos, ¿no lo estás viendo? O (ella) anda acuéstate ya que es muy tarde.
Siempre me ha gustado mirar el sueño de los otros. Hay personas que como digo desprenden paz y sosiego. Otras, creo yo soy así, parece que andan en un cuadrilátero en vez de un catre. Sueños convulsos que tendrán que ver con lo que nos llevamos al reino de Morfeo como cicatrices y atavismos de la vida cotidiana.
Cuando salía de viaje e iba en un tren o en un autobús, si mis compañeros se dejaban arrullar por la monótona cadencia de los motores y se dormían, pasaba el viaje observándolos, como un incorregible voyeur de la modorra.
No tenía que conocerlos, de hecho el viajero nunca conoce a nadie y va solito por el mundo, el turista no; el turista necesita mucha gente alrededor, guías bilingües con micrófonos y programas de visitas y actividades.
Entre los desconocidos, claro, había de todo; chica bellísimas que dormían como princesas y otras, también hermosas, pero que dormían como bellacas con la boca abierta, o ¡horror! Se les escapaba un leve hilo de baba por las comisuras. Yo era un romántico y un esteta y esas princesas caían en desgracia en cuanto emitían un ronquido de camionera que contradecía su antigua donosura.
En esa cuna que nos mece del sueño volvemos a ser inocentes, niños, nos agavillamos, nos abandonamos a la suite de la calma y somos más nosotros que nunca, indefensos.
¿Cómo dormirán los monstruos si es que lo hacen? ¿Cómo respiraba Afofo Hitler? ¿Creía que estaba haciendo algo bueno por el mundo? ¿Cómo Stalin sabiendo que había tanta gente despierta de pavor a su figura de Padrecito? ¿Cómo el caudillo tras rubricar los fusilamientos? ¿Cómo duerme, si lo hace, el que persigue a los homosexuales por los callejones oscuros de la oscura noche? ¿Cómo duerme el que ha pegado a su pareja una paliza? ¿Cómo el que explota a sus trabajadores sin miramientos? ¿Y el que bombardearía un cayuco lleno de seres humanos luminosos en la mar violenta?
¿Cómo duermen los señores y señoras de las contemporáneas pesadillas?