Urracas, pajarracos y horrores
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».-La urraca parlanchina hablaba con impostada convicción con su amigo, el pajarraco(parlanchín a su vez) Llevan desde las siete de la mañana picoteando de un plató de televisión a uno de radio, habitualmente perorando de tonterías y mierdas diversas, que si hay que cortarle los huevos a Pedro Sánchez o clavarle banderas de España al toro bravo catalán que no se deja conducir como el resto de la patria al chiquero de la ultraderecha. Todo por el jornal, bueno está bien. Son la voz de su amo y el amo ya sabemos de dónde viene y a dónde va.
Pero no es lo mismo tontear con la politiquería, graznar, berrear, mientras los a sí mismos llamados moderadores y moderadoras se parten el culo de la risa, porque todo anda como ensayado y el pajarraco “A”, dirá lo que de él se espera y la urraca “B” hará lo propio.
No es lo mismo esa cotidiana bellaquería, como decimos, en busca del jornal, que razonar cuando los temas son de gran seriedad y trascendencia. Pasó con la guerra entre Ucrania y Rusia. No encontramos ni un argumento interesante en la prensa escrita o vomitada a base de tertulias. Todo el mundo se tragó el venenoso sapo occidental. Y sus turbulencias.
Sucede lo mismo hoy con el horror en Gaza. La servidumbre de nuestro entorno geopolítico a las exigencias de Israel son, cuando no humillantes, vergonzosas. La condena de Hamás podemos pregonarla con megáfonos por las asociaciones de vecinos. Podemos coger a uno de Hamás, nosotros mismos y cortarle los huevos- como a Pedro Sánchez- pero de nada servirá nuestra “más enérgica repulsa” si cuestionamos, qué sé yo; la puntería de los bombarderos judíos.
La unanimidad ha de ser absoluta, sin un matiz. Sin una crítica. Es decir; ciega obediencia.
Seguramente mi vida, mis valores, tienen mucho más que ver con los chavales que bailaban en el concierto ese de música que con la mentalidad religiosa de los tarados de Hamás. Pero ¡anda que no hay pirados en el muro de las lamentaciones condicionando la política israelí!
A lo mejor, si en vez de bombardear personas, mandásemos a tomar por culo los cuarteles de la religión, los símbolos, los muros, las mezquitas y las rutas medio pop del cristianismo, podríamos decir: Venga, ¿ahora qué?
Mientras tanto, en el programa de las urracas parlanchinas, y al fondo, la realización del programa había insertado una serie de imágenes atroces:
Hombres que sostenían en sus brazos los cuerpos lacerados, inertes, de niños moribundos. Otros, niños y niñas, llorando sentados en alguna acera con el desconsuelo de la inocencia. Con la perplejidad de la ignorancia frente a la catástrofe.
Mientras esas imágenes nos iban rompiendo el corazón a casi todos, asomaba la cabeza por una conexión telemática, la vicealcaldesa de Jerusalén, hablando en nuestro idioma y, además; con nuestro acento.
Esa nueva urraca razonaba a la manera de Joseph Goebbels, dándole rango de enemigo a todo un pueblo: “Individualizar al adversario en un único enemigo” gran hallazgo de este publicista nazi, porque así no hay lugar para la compasión. Todos son terroristas y merecen el castigo de fuego y metralla. Población civil incluida.
Daba rabia oírla hablar a esa señora casi en gaditano, aseverando con un cinismo insufrible que a los palestinos de Gaza, les habían dejado, ellos, los israelitas, en su infinita bondad y búsqueda de la paz con el mundo árabe, las mejores playas y una franja maravillosa donde ellos, de haber sabido, de no ser tan idiotas-eso no lo dijo, pero ni falta que hacía, los gaditanos, al menos, pillamos bien el doble sentido de las arengas- ellos, decíamos, podrían haber construido un pequeño paraíso de prosperidad y turismo. ¡En Gaza! ¡Una cárcel de la que tenían que haberse ido hace ya muchos años, en mi opinión! Ahí os quedáis, cabrones. Yo me piro, no sé al Líbano. Donde sea, antes que morir por un territorio envenenado de odio.
Y los contertulios y los responsables de ese programa, tras oír las insidias y mentiras de la vicealcaldesa, no se levantaban y se iban. No decían; esto no se puede tolerar. No rebatían nada.
Nuestros remilgos occidentales siguen siendo muy sensibles al machete y bastante menos al quirúrgico despedazamiento de una bomba.
Eso también lo saben los putos terroristas de hoy, tal vez libertadores del mañana. Por eso nos lo muestran con la crueldad del fanático. No me culpo, porque a mí también me sucede: un niño muerto por una bomba, parece siempre un accidente. De hecho, así son tratadas estas víctimas en el siniestro lenguaje de la guerra: daños colaterales. Un accidente.
Un niño, o quien fuere, degollado o asesinado de un tiro en la cabeza con la misma sangre fría del que da la orden, del que la acata, de bombardear a un pueblo indefenso, produce mucho más horror. La cercanía del asesino, la participación de la mano que aprieta el cuchillo, el conocimiento de la resistencia de la carne y la piel al apuñalamiento. Un horror, escribo estas morbosidades y me dan ganas de dejar de escribir. Pero intento decir algo, nada importante, claro está. Pero uno ha escrito de toda la vida porque tenía que hablar, que decir, que aullar en algunos casos, su discurso estupefacto.
No hay cautelas para lo que pienso y lo digo con un verso de Pablo Neruda;
¿Quiénes son los que sufren?
No sé, pero son míos.