Mudanzas y rescates
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».-La nube es negra y todavía no es más que una amenaza. Planea sobre nuestras cabezas como un pájaro del miedo que no sabemos si quiere advertirnos o quiere simplemente asustarnos, que de las dos maneras al miedo le gusta manifestarse.
Los ciudadanos miran hacia arriba y dicen “uf”, y dicen “la que va a caer “y también dicen: “hoy va a estar todo el día puesto” ¡Puesto, el día! Como los drogados.
En esta ciudad el paraguas se usa poco. La pertinaz sequía, que llamamos aquí “buen tiempo” lo hace apenas necesario unos pocos días del año y es una extrañeza en nuestra indumentaria, se nos olvida siempre en los paragüeros de las cafeterías o en el asiento del autobús, ya digo: una falta de costumbre, un apéndice que resulta una molestia.
Hoy, sin embargo, es uno de esos días en que mejor con el paraguas que a la intemperie, porque la nube sigue arriba, pilotando sobre nosotros preñada de agua de lluvia y encima, ahora transforma su inminencia en tormenta.
Ruge el cielo. Y el personal a viva voz casi clama: ¡Uy, uy, van a caer chuzos de punta! Y las mujeres, porque no tienen vergüenza de la cobardía: ¡Ah, ya eso no me gusta, esto me da mucho miedo!
Después del trueno, la tromba. La cafetería está diseñada para disfrutar de la luz, para posar como para un óleo de Monet y de pronto estamos en una especie de Escocia castiza y andalusí , los toldos de la cafetería empiezan a combarse por el agua acumulada en unos segundos, los parroquianos y parroquianas miran ese húmedo cortinaje que ha impuesto la lluvia, como hipnotizados, asombrados por su fuerza momentánea y la que puede liar un chaparrón semejante en este archipiélago de rutinas laborales o diletantes en el que cada uno vive su vida.
Yo también ando alelado por la meteorología, yo también digo “joder” o “qué manera de llover” y me asomo un poco para comprobar que sigue cayendo con idéntica fuerza la lluvia y que vamos a tener que pedir otro café, porque así no hay quien se mueva de aquí.
Mi paraguas es una menudencia ridícula que más que protegerme, subraya el desastre de llegar a casa mojado como un perrillo callejero. ¡Mozo, un lactocafé!, querría decir uno imitando a Valle y copiando a mi primo Siroco que subtitulaba así uno de sus impagables charladramas y quedarse a verlas venir, el tiempo que haga falta. Pero de entre todos nosotros, hay un muchacho que no ha levantado en toda esta batalla del cielo, el viento, la tormenta y los paraguas con las varillas tronchadas por la fuerza de los
elementos, la cabeza del libro que anda leyendo.
De vez en cuando, anota alguna cosa en una libreta de esas de cuadritos, del tamaño de un naipe de baraja que tiene en la mesa. Lee con tanta atención que le importa poco o nada todo este tumulto, ni los quebrantos del trueno, ni el escándalo del torrente de lluvia.
He estirado el cuello para ver de qué libro se trataba, qué historia, qué poema, mantiene al muchacho absorto en su lectura y sus apuntes. Porque puede uno equivocarse y que, al final,resulte que el muchacho al que miro con simpatía y complicidad, pero con precaución, no sea que imagine que soy del lado gay o algo de eso, ande leyendo a Paulo Coello y se me caiga el mito de un tirón, y lo que esté apuntando en su libreta no sean más que alivios de cretino atontado por majaderías orientalistas, estilo Zen. No es así, he comprobado que está leyendo “Dejemos hablar al viento” del maestro Juan Carlos Onetti.
¡Ah, amigo mío, ahora comprendo tu desinterés por estos sucesos que nos tienen a todos alerta! ¡Estabas descubriendo Santa María, esa ciudad/personaje donde la desesperación, el tedio y el descubrimiento del terrible sentido de la vida habita esquinada en la angustia de sus habitantes, sus Medina, sus Larsen, sus Díaz Grey…!
Y tras este descubrimiento, ya no he querido sumarme al catálogo de onomatopéyicas reacciones de la clientela de la cafetería, ya no he vuelto a decir, casi a coro con todos ellos:¡vaya día se presenta! ¡Mira qué puente vamos a tener este año!
O el adagio más conformista de todos los que vamos profiriendo: ¡Esta lluvia hace mucha falta! Me he callado como se callaba Onetti, con el que tuve una corta correspondencia auspiciada por José Manuel Caballero Bonald, y cuyas cartas, breves como la vida, extravié en alguna mudanza para mi desgracia. Podría haberle dicho al muchacho todo esto que escribo ahora aquí. Pero tuve pudor y envidia, a partes iguales, por esa actitud suya, por esa entrega a la pasión de la lectura, seguramente porque hubiera sido la mía hace veinte años, cuando en los cafés me atrincheraba tras mi libro y mis notas, ajeno a todo y de todo pendiente, sin embargo. Guardo una carta, más bien una nota que andará por ahí, donde precisamente Onetti me hablaba de la lluvia, de la lluvia en Madrid.
“Mientras tanto miro la lluvia de tu país. Estoy- decía- a unas cuadras de un mundo feliz, pero no me acerco y no sé si esto es por temor al mundo o a los que se dicen felices en ese mundo” Parece que escampa, voy para casa a escribir este artículo, ahora mismo nos vemos.