Volviendo a la isla. Marco Aurelio
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- Que un hombre de mi edad -y para ponernos serios de mi extracción social- haya estado esta mañana de sábado leyendo, creo yo que con aprovechamiento o como mínimo con gran regocijo “Las meditaciones” de Marco Aurelio, podría ser considerado como una extravagancia.
Tal vez por ese motivo no ha dejado de interrumpirme el teléfono. ¿Pero tú, qué te has creído? ¡Marco Aurelio, uno del Palomar! Y ni siquiera está majareta, o no del todo, porque cualquiera sabe… – Y ha sido el teléfono con sus noticias del mundo del trabajo, de lo cotidiano, de la vida que uno lleva y que tampoco es que queramos que cambie demasiado; lo justo. Aquel descosido financiero, esta otra angustia acostumbrada. Esos kilos que se han pegado a uno con una fruición que vaya, vaya. Ese antaño frondoso flequillo cada vez más despoblado y aquella pasión que pensábamos que jamás podría ser gobernada y se moderó más que un comunista en un gobierno de coalición.
Ha sido, como digo, el teléfono el que pese a su insistencia en lo feo, me ha animado a la rebelión y a continuar con Maro Aurelio toda la mañana, como un emperador de la precariedad, pero sobre todo de la dignidad, la mía, que es como he dicho alguna vez es el honor de los pobres.
Me gustaría esgrimir a mi favor que no molesto a nadie con mis elevadas lecturas, pero claro; si luego voy y las cuento- las lecturas- de alguna manera estoy haciéndolo, dando el coñazo o vistiéndome de arrogancia intelectual.
Mi naturaleza me impide la mesura y cuando digo ahora voy a investigar sobre la Roma imperial, ,me pongo a tope, como los noctámbulos que se ponen a tope de noche, nochera y de psicotrópicos para soportar la banalidad de la vida y la angustia de cada madrugada. Pero, ya lo dice mi tronco, Marco Aurelio:
“La naturaleza está obligada a actuar como actúa, en su propio beneficio”
Hoy, veintitrés de octubre del año veintiuno, que es cuando escribo esto, ha sido la primera de las mañanas en esta templada cárcel sureña en la que hemos podido dar la bienvenida al otoño. Eso ha propiciado que mi paseo haya sido un poco más largo de lo habitual- menos calor, más fresquito- y me haya encajado en Bonanza. Para los foráneos que pudieran leer estas palabras- alguno habrá- Bonanza está a tomar por culo, lejísimos del centro de la ciudad que es donde vivo.
Por mi zona, por el centro, se me conoce más o menos y están los parroquianos acostumbrados a verme unas veces con Marco Aurelio bajo el brazo, otras con Francisco Brines (ayer mismo) y su poemario postrero “Donde muere la muerte” en el que pude leer (ayer mismo, ya te digo)
“No sé en qué año estoy/ y han salido mis padres de la casa/ con los brazos abiertos, / me besan/ les sonrío/ me miran/ -y están muertos- / y de nuevo les beso”
Y fue leer esos versos y cerrar el libro y mirar hacia la nada como quien ha recibido un puñal de inspiración y de belleza en el mismo corazón.
Los habitantes de Bonanza no están muy interesados en la poética de Brines, ni en las meditaciones de Marco Aurelio y me observaban con curiosidad, sin saber si uno era de la secreta atisbando alijos de chocolate del moro o un pobre desgraciado. Yo he luchado contra sus miradas poniendo la mía más intensa si cabe, como los de la telepatía cuando quieren hurtar los pensamientos privados del prójimo.
En esa esgrima de miradas desafiantes he estado unos minutos antes de volver a casa que tenía que comprar una pringá y una pechuga de pollo y algo de apio también en la frutería.
Y muy ufano me he levantado de mi silla en el café bonancero, mirando a derecha e izquierda como los chulitos y citando otra vez a Marco Aurelio he dicho por lo bajini:
“Derecho, sí, pero no enderezado”
Pues así es uno, qué le vamos a hacer.