Apuntes de Historia CDLXIII
Manuel Jeús Parodi.- Sobre Patrimonio e Identidad. Algunas notas
Nuestra memoria colectiva y nuestra memoria personal, el cuerpo global de nuestras señas de identidad como conjunto social y nuestra identidad personal como seres individuales, todo ello está formado a la vez por elementos diacrónicos que marcan y reflejan la continuidad del devenir del tiempo y por hitos sincrónicos, unos puntales de referencia intemporales, unos elementos que están siempre, que son siempre.
Las fiestas, las celebraciones tradicionales que dan forma no sólo a un calendario, al calendario del año (que no es poco, ni mucho menos), sino que modelan los mismísimos perfiles de nuestra propia identidad como Cultura, son un buen ejemplo de esos elementos diacrónicos, de esos elementos que se desarrollan a lo largo del tiempo y que precisamente en su iteración, en su repetición y su secuencia estable en el tiempo encuentran su continuidad.
Nuestro día a día a lo largo del año está lleno de eventos, de festividades, de celebraciones, de fechas cargadas de significado para nosotros, porque son nuestras, porque tanto a título particular, como las celebraciones familiares, como colectivo, caso de las fiestas señeras del año, locales o de mayor impacto y proyección, generales, forman parte de nuestro paisaje cultural, del paisaje de nuestra memoria, dando cuerpo a lo que somos, a lo que sentimos que somos, dando forma a nuestra identidad.
Existen asimismo referencias a las que en nuestra escala humana podemos tildar de intemporales, hitos referenciales que no dependen del tiempo (al menos no del tiempo cronológico formulado y entendido en proporción de escala de una vida humana individual), unas referencias que tienen en los monumentos históricos su plasmación material más llamativa, más efectiva, más tangible y acaso más literalmente sólida.
Nuestro Patrimonio Monumental, parte esencial de nuestro Patrimonio Histórico, de nuestro bagaje cultural como cuerpo social, viene a representar la parte del león, la parte fundamental, de ese conjunto de referencias sincrónicas, permanentes, de las que hacíamos mención hace unas líneas: nuestros monumentos nos anclan a nuestro pasado histórico, y constituyen unas líneas maestras identitarias insustituibles e imprescindibles, que han de ser conservadas para que el cuerpo social al que pertenecen no pierda los referentes de su propia esencia.
Así, y de ese modo, nuestros monumentos no sólo son parte del paisaje visual, físico y material de nuestros campos y ciudades, sino que son parte indeleble de nuestra propia realidad, son parte esencial de lo que somos, y así deben ser entendidos y sentidos; detengámonos a considerar hasta qué punto esto es cierto: cuando un monumento se descontextualiza (por ejemplo por deslocalización, lo que hoy no es sencillo ni mucho menos, por suerte, habitual), se desvirtúa en buena medida, lo cual redunda en perjuicio tanto del monumento como del cuerpo social del que forma parte y que puede terminar por “desconectar” con dicho monumento.
Igualmente, cuando se produce esa desconexión entre un bien patrimonial (del tipo y naturaleza que sea: arqueológico, monumental -civil, laico, religioso, militar-, etnológico, inmaterial, documental, artístico…) y el conjunto social al que el mismo pertenece, cuando un cuerpo social no siente como verdaderamente suyo un monumento (o monumentos), dicho bien patrimonial correrá un serio peligro no sólo de deterioro sino, incluso, de desaparición.
Un monumento descontextualizado será menos inteligible, menos fácilmente comprensible y, en general, correrá el severo riesgo de resultar menos atractivo, menos interesante, para la ciudadanía a la que en fin de cuentas pertenece, una ciudadanía que, al no sentirlo como propio, llegará a no apreciarlo, a no valorarlo, a sentirse indiferente respecto a la suerte que corra dicho bien patrimonial. Cuando hablamos de que un monumento, un bien patrimonial, sea “menos inteligible” nos referimos a que resulte más difícil que el cuerpo social entienda dicho bien patrimonial en cuestión en el contexto de la propia historia del mismo, no sólo a que lo valore como un elemento estético y singular (puntual, sincrónico), sino a que dicha sociedad llegue verdaderamente a comprender el papel que tal elemento ha podido desempeñar a lo largo de su historia antes incluso de llegar a convertirse en un monumento y llegue al mismo tiempo a sentirlo como parte indeleble e imprescindible de su propia historia como cuerpo social.
Y un monumento “desconectado” de su ciudadanía (un monumento que haya sufrido dicha “pérdida de conexión” con el cuerpo social de cuyo paisaje cultural forma parte y a cuya historia -e identidad- en fin de cuentas pertenece, una historia a la que dicho monumento contribuye a explicar, por otra parte), desvinculado de la misma, al cabo terminará muy probablemente por convertirse en una realidad “vacía”, ajena a la sociedad, enajenada respecto a esa sociedad de cuyo pasado surge, cuya historia ayuda a explicar y a cuyo presente y futuro, decidida y netamente, pertenece.
Dicha pertenencia, además, se verá en peligro a causa de esa desconexión emocional, intelectual, sentimental, a la que nos venimos refiriendo, de modo que el cuerpo social (el conjunto de los ciudadanos entendidos como tal cuerpo identitario) acabará por no asumir los bienes patrimoniales víctimas de tal “desconexión” como propios, lo que redundará clara y mortalmente en perjuicio de la conservación de dichos bienes patrimoniales y, al cabo, en perjuicio igualmente de una sociedad que, debido a lo anterior, se verá fatalmente empobrecida y será víctima de un claro fenómeno de pérdida de identidad (de “desidentificación”), ya que los bienes patrimoniales, no nos cansaremos de decirlo, son elementos identitarios imprescindibles que dotan de mayor cohesión a un cuerpo social y refuerzan los datos del mismo con su propio pasado y de este modo con su mismo futuro.
De este modo y por desgracia, los hitos patrimoniales “desconectados” de su cuerpo social irán sufriendo un paulatino proceso de desconexión respecto al imaginario colectivo y al horizonte sentimental de la ciudadanía, un proceso de desconexión que lleva poco a poco a la merma de comprensión por parte del cuerpo social en relación con el peso y el papel de dichos bienes patrimoniales en el conjunto de su Historia, y, con ello, a la pérdida de vinculación emocional e intelectual de la ciudadanía con dichos bienes patrimoniales, que corren el serio riesgo de no ser sentidos ni pensados como realmente propios por un cuerpo social cuyos gestores públicos no son capaces de integrar a dichos elementos patrimoniales en el horizonte cultural, social, emocional, identitario y, a qué no considerarlo, económico, de la localidad a la que pertenecen.
Los bienes patrimoniales, y entre ellos los elementos y monumentos históricos (de cualesquiera naturaleza), dibujan el cuadro de la Historia de un cuerpo social, formando parte por tanto de sus raíces, reflejando el paso del tiempo y la evolución de las sociedades en ese ámbito cronológico que tanto las determina: son parte de lo que define a una sociedad, de lo que la integra, de lo que la identifica, ya que si hace más de doscientos años el francés Napoleón Bonaparte (aún no era emperador cuando tuvo lugar su expedición norteafricana) pudo decir a los soldados de su ejército en el transcurso de la campaña de Egipto que desde lo alto de las pirámides les contemplaban cuarenta siglos de Historia, en toda ciudad desde las alturas de sus tesoros patrimoniales, de sus monumentos, también varios siglos de Historia contemplan a sus vecinos.
Desde las alturas de esos monumentos se despliega una Historia que se manifiesta y que se hace tangible (literalmente…) justamente de la mano de los bienes patrimoniales, una Historia que entre todos debemos ayudar a divulgar, un Patrimonio Cultural (sin demérito del Patrimonio Natural) la difusión de cuyos valores debe ser una tarea común, una convicción común, y cuya promoción y conservación no debe ser algo ajeno a la voluntad y la intención del conjunto de toda la ciudadanía (valga la iteración).
Y ello es así porque el Patrimonio Histórico no es ni debe ser en absoluto algo alejado de la vida cotidiana de los ciudadanos ni ajeno a la identidad de la ciudadanía; el Patrimonio no es algo que “se visita” de manera puntual y extraordinaria, sino que es parte integrante, vital, de la realidad propia y con ello de la identidad de un cuerpo social de su ser diario, y ello es totalmente cierto: el Patrimonio es una realidad envolvente, que rodea en todo momento la vida de la ciudadanía y forma parte de la misma hasta el punto de que el casco histórico de una ciudad dotada del mismo es en sí un elemento patrimonial que refleja la diacronía de dicha ciudad, su devenir en la Historia y el Tiempo.
Y entre todos debemos seguir trabajando para que pueda seguir siendo así; es un deber y una responsabilidad que nos liga a las generaciones venideras y nos obliga ante ellas.