Cartas de una sombra. ¿Realidad?
José Antonio Córdoba.-Cae la noche, el humo es asfixiante, en este ambiente irrespirable cuesta distinguir el olor que desprenden los neumáticos ardiendo, de ese otro que desprende los edificios en llamas o el de los cuerpos, humanos y animales, calcinados.
La energía eléctrica apenas permite que en lo que me queda de casa, una bombilla empolvada alumbre tenuemente nuestros rostros polvorientos, tatuados con ríos de lágrimas originados por el miedo de la incertidumbre.
Los meses empiezan a no tener principio o fin, la noche y el día no existen en este rincón de escombros, el humo de los incendios y el polvo que levantan las máquinas de guerra oscurecen el ambiente.
Hoy convertido en una alimaña me deslizo sobre escombros, en medio de una nube baja de polvo que cubre los cadáveres, buscando algo que poder llevar a la boca. Ya no pienso en la mía, sino las que me esperan ansiosas a que vuelva, tal como esperan esos polluelos la vuelta al nido de su madre, con algo de comida en el pico.
Agazapado entre coches, furgones o camiones calcinados, destrozados por los impactos de proyectiles, espero el momento de iniciar una carrera a vida o muerte, hasta el local donde dispensan los escasos alimentos de primera necesidad. Mis piernas impulsan el resto de mi cuerpo hacia ese espacio abierto, apenas mi mano derecha se despega del metal frio un zumbido cada vez más agudo pasa sobre mi cabeza, mis ojos intentar seguir el origen del mismo pero no obedecen a mi cerebro, ellos están puestos en esa madera medio calcinada a modo de puerta. Metro a metro acorto la distancia, pero un impacto súbito lanza por el aire lo que quedaba de local. Queriendo dar la vuelta, mi cuerpo no reacciona, la inercia me lleva directo al centro mismo de la explosión, pero el efecto de la onda expansiva, me lanzan en dirección contraria, mi pesado cuerpo vuela junto a aquella madera de puerta improvisada, cristales, cascotes y no sé cuántas cosas más.
La eternidad se sumió sobre mí, el estruendo dio paso a un silencio sepulcral, y este, al gemido débil e intermitente, de aquellos que como yo, éramos víctima de la devastación.
Tumbado sobre el suelo, mi cuerpo me obligaba, por experiencias similares, a permanecer inmóvil, dejando que mis oídos reconocieran mi entorno y me confirmaran que el peligro había pasado, como otras tantas veces. Pero esta vez era distinto, mis oídos escuchaban la algarabía de mi mujer llamándome, de mis hijos en sus diarias disputas infantiles, de un televisor que sintonizaba en ese momento el parte meteorológico.
Al abrir los ojos, ella sonreía, sabía que otra vez mi imaginación me había llevado por mi imaginario mundo.