Volviendo a la isla. Paraguas navideños
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- Lo bueno de los días festivos son las vísperas. El viernes que va caballerosamente cediendo el paso a la alegre claridad del sábado. La nochebuena que se conforma con que mañana es Navidad, renunciando a su propia identidad, pregonando que lo importante es mañana, es decir; hoy. Pero hoy, pese a la promesa de la nochebuena, la mañana se ha puesto la lluvia como sayo y una humedad que cala los huesos acaricia las pocas caras- de nuevo enmascaradas por ley- con las que me he podido encontrar por las calles.
Llueve tan poco, con tanto abatimiento, que usar el paraguas nos parece exagerado. Además tiene uno la manía de no llevarlo casi nunca, salvo diluvios.
Ella me había pedido que comprase uno, porque el que tenía lo dejé olvidado en alguna parte.
Le he dicho que creo que soy una de las personas del sur de España que más paraguas ha perdido y que eso me pasa por la falta de costumbre y porque mi natural optimista me inspira siempre la confianza de que si no escampa en cuanto salga a la calle, lo hará muy pronto.
Mi natural optimista me ha obsequiado con muchas cosas en la vida (creo que en este punto, ella ha dejado de atenderme, pero yo he seguido a lo mío) Entre otras, que haya vuelto a casa más de una vez como una sopa. Han caído, gracias a mi natural optimista, miles de chaparrones sobre mi cabeza estupefacta.
–Vale, ha dicho ella tras mi digresión. Pero compra un paraguas que el mío no te lo presto más. Y el otro que había se lo llevó la niña.
-¿Y dónde voy a comprar hoy, día de navidad, un paraguas que estará todo cerrado, porque la nochebuena bien que ha ido pregonando la excelencia de este día? ¿O ya no te acuerdas de que cantamos ¡Esta noche es nochebuena y mañana navidad?
Y yo creo que ambos creímos en ese milagro del día de mañana. En este asombro de ir recorriendo el camino, en esta destreza con la que sorteamos el campo de minas, en esta alegría de tener amor y tener amigos y tener ilusión por unas pocas cosas, sencillas, seguramente pueriles para los que anhelan imperar sobre su tiempo y conquistar el mundo conocido o el mundo pop, qué sabe uno.
Todo esto no se lo he dicho, pero yo lo he pensado.
Nada más salir de casa, farfullando un poco para mis adentros aquello de que será prácticamente imposible comprar un paraguas el día de Navidad, que han cerrado casi todos los bares y la ciudad se parece a la ciudad aquella confinada del año veinte, nada más salir, decía, un africano cargado con un racimo de paraguas de varios tamaños y colores se me ha ofrecido para el negocio.
–Paisha , quiere paragua que va a llover…
Le he dicho que no, por costumbre. Qué vergüenza.
El africano, negro como la noche, ha aceptado mi negativa con la normalidad con la que ha ido África aceptando su destino de mierda. Lleva en la cabeza un gorro rojo, con su borlón blanco-nieve, tal vez como atrezo y para resultar simpático y enrollado a los paseantes y posibles compradores.
Lo he avisado:
– ¡Eh, amigo! ¡Que le he dicho que no, pero en realidad sí, sí quiero el paraguas! Lo que pasa es que tengo tan interiorizada- qué vergüenza- la defensa de la negativa, el no al pedigüeño, al ambulante, a vosotros; hermanos del cuerno de África, que me ha salido ese vergonzante ¡no! De manera espontánea.
El amigo africano y negro como la noche, me ha dicho que no puede más barato, que ocho euros está bien. Que compre paraguas, pero que ocho euros.
Y todavía más vergüenza me ha entrado, porque toda la matraca esa con la que he tratado de justificar mi comportamiento, él ha pensado que era una suerte de regateo, una puja a la que estaba yo sometiendo su mercancía, como esos graciosillos que en las terrazas y delante de sus señoras novias o esposas, fanfarronean con su habilidad para negociar el importe del bolso que algún vendedor moro o negro le está ofreciendo.
De regreso a casa he enseñado el paraguas como un trofeo. Iba a inventarme una historia sobre la cantidad de vueltas que he tenido que dar para conseguirlo, sobre cómo estuve a punto de pelearme con uno de Vox, porque me dio la risa floja cuando le preguntó a un chino si tenían paraguas con los colores de la enseña nacional y el chino le dijo de qué nación. No le iba a contar que mi amigo africano y negro como la noche estaba prácticamente en la esquina de casa, qué épica sería esa de este Ulises mínimo y doméstico…
¡Qué buen paraguas! Se ha limitado ella a decirme.
Y sólo me ha costado ocho euros, he argüido yo para decorarme un poco.Sí, sí, es lo que vale. Ha concluido ella sin darme oportunidad de contarle la historia que, ahora, si han llegado hasta aquí, recién termina, queridos. Feliz navidad y ya veremos qué pasa en fin de año.