Volviendo a la isla. Oh, campaña
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».-Tener que besar a los niños feos y a las madres con olor a farmacia en los mítines.
Aguantar a los cabrones de la otra orilla con cortesía para que nadie diga que somos unos maleducados y unos fascistas.
Visitar pueblos de mala muerte a los que jamás iríamos de no ser por la mierda esta de la campaña. Oh, campaña…
Borrar del teléfono móvil la foto del maromo tocándose el rabo en una casa rural mientras nos recita obscenidades supuestamente eróticas, no vaya a ser que nos vigilen los moros desde Rabat y salga a la luz este cachondeo porno con el que me solazo los largos días de poderes y poltronas.
Inaugurar sin ganas un polideportivo, una casa de la cultura o una asociación de viudas solidarias.
Comer marisco caro con periodistas que serán luego capaces de censurar mis costumbres culinarias en sus patéticas columnas de opinión, invitar a más ostras y más bogavantes a los periodistas para que no sean capaces de escribir ni una línea chunga sobre mi noble persona en sus patéticas columnas de opinión.
Mirar proyectos y planos con el constructor de moda en el pueblo y descojonarnos vivos con las alferecías de los ecologistas y de los talibanes del patrimonio.
Prometerles farolas a los desgraciados que han construido sus casas ilegales en un camino de cabras.
Asegurarles inversiones millonarias a los artesanos y a los zapateros, porque vamos a ser una garantía de continuidad de los oficios locales.
Defender aquí a dios y allí al diablo, para alimentar la urna insaciable de los votos.
Salir, en fin, del despacho, con su confort, con sus sillones ergonómicos y sus cuadros de pintores abstractivos con sus rayitas y sus manchurrones tan cotizados. Climatización de alta gama. Calorcito en enero, frescor otoñal en el mes de junio.
Salir del círculo y mirar a los otros, alejado por un rato de los pelotilleros y los adeptos a nuestras proclamas y a nuestros celebérrimos eructos de satisfacción.
Qué duras, qué cansadas que son las campañas electorales.