Volviendo a la isla. El final (del verano)

Gallardoski

Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- Algunos veranos, durante la segunda quincena de agosto, nos veníamos a Sanlúcar a pasar unos días en la casa de mi abuela. Llamar veraneo a aquel menesteroso desembarco familiar
es exagerar más de la cuenta.
El ochocientos cincuenta rojo y con cinco puertas (especial de lujo, se llamaba el coche aquel,
oiga) arribaba hasta la calle Sevilla del barrio alto sanluqueño como una diligencia cargada con
colchones, bolsas de ropa que eran harapos veraniegos de un año para otro y unos prismáticos
que siempre nos acompañaban en las mudanzas y viajes, una fantasía de mi viejo que
pretendía avistar desde la orilla, diz que civilizada, ciervos y cochinos jabalíes en el Coto de
Doñana y que mi madre maliciaba por su cuenta, que no tenían otro objeto que el de espiar su
marido los traseros de las niñas en bikini. Fuera como fuera, los prismáticos anduvieron
siempre entre los ajuares de nuestra infancia.
Sanlúcar tenía muchas peculiaridades que ahora, siendo ya sanluqueño de pura cepa como me
considero, soy incapaz de percibir con la claridad que lo hacía entonces. El paisaje, a fuerza de
ser conocido y familiar, se nos desdibuja, porque termina formando parte ya de nosotros
mismos y apenas somos capaces de apreciarlo en lo que vale.
Sólo lo hacemos cuando vienen amigos de otros lares de visita y entonces sí; los llevamos a la
terraza del hotel Guadalquivir para que disfruten de las vistas increíbles, les enseñamos las
gárgolas de las covachas y reservamos mesa- esto depende de la situación financiera de cada
momento- en Casa Bigote, como si fuésemos a esos restaurantes de postín marinero, un día sí
y otro no.
A mí cuando llegaba a Sanlúcar en aquellos ya lejanos días azules de la infancia, me
impresionaba el olor a mosto, o más bien a uva recién vendimiada que flotaba y embriagaba el
aire por la cava el castillo de Santiago. Por la esquina de la calle Pedro Rodríguez, era como si
fugazmente el campo, la viña, hubiera asaltado la ciudad y todo lo impregnase con su, como
diría Juan Ramón, olor a madre.
También las paredes de las viejas casas señoriales, sus atrevidas viguerías de caoba que
parecían hablar desde la nobleza de su madera de tiempos mejores.
Y las encaladas paredes del barrio alto. Y el zócalo que manchaba las camisas con la
consiguiente bronca de nuestras madres .
O el fascinante misterio del castillo de Santiago, que observaba cada día como un experto en
asedios medievales, para encontrar la manera de colarme en él, imaginando que descubriría
allí tesoros ocultos en cofres y que tropezaría por las torres con huesos de cristianos viejos y
hasta con el esqueleto completo de un moro en una celda, amarrado por las muñecas a la
pared de piedra de su mazmorra.
Me transportaba a no sé yo qué encantamientos, la musicalidad del acento sanluqueño, que
como tantas cosas se ha ido perdiendo o he perdido yo oído para percibirlo, esa terminación

de las frases en interrogativa, como una pregunta a medio camino entre el deje mejicano y la
guasa gaditana. Todo eso me seducía a mis ocho o nueve años.
Como dije, llegábamos a Sanlúcar en la segunda mitad del mes de agosto y me eché un amigo
del que desgraciadamente no recuerdo el nombre (¿Manolo? ¿Jesús? ¿Antonio?) que lo
primero que me dijo cuando le pregunté si quería jugar conmigo en la playa fue que habíamos
llegado tarde, que en Sanlúcar, después de La Caridad, la celebración de asunción de la virgen,
el verano se había acabado.
¿Cómo podía ser? Si uno acaba de llegar y estaba deseando dorar mi espalda al sol y que me
doliese un poco por la noche para sentir la fresca caricia de la crema Nivea (y de la mano de mi
madre) sobre mi espalda maltratada por la insolación.
Pero no había forma de convencerlo, con una fatalidad terrible mi amigo me decía que
habíamos llegado tarde, que se habían ido ya los sevillanos y que empezaba prontísimo el
colegio, la vendimia, que lo obligaría a trabajar de lunes a domingo en la viña de su padre.
Yo trataba de animarlo, le decía “Mira qué bonita está la playa, mira el avión lanzando balones
desde el aire, mira el señor del carrito pregonando lo del rico bombón helado”
Sí, decía aquel primer amigo, todo eso es cierto, pero has llegado tarde.
Esa aflicción, no lo sabía entonces, forma parte del carácter sanluqueño. Las cosas son así y es
muy difícil que cambien… en lo laboral, en lo empresarial, en lo social, en lo cultural y en lo
político. Mi amigo- un saludo desde aquí, si estás leyendo esto que quién sabe- estaba poseído
por el existencialismo y le costaba mucho apartarse de los preceptos de Sartre y su patulea de
cansinos pesimistas.
Ya ves, amigo, de tu nombre no me acuerdo, pero sí de tu comportamiento, de tu cara, de
aquel bañador ridículo que ambos llevábamos y que tenía bordado un delfín en el pernil y que
hizo que nos riésemos tanto cuando descubrimos que a los dos nos habían ataviado con aquel
calzón que seguro que imitaba alguna marca de prestigio.
Después de tanto tiempo tu infantil abatimiento por el final del verano se me representa cada
año, cuando verdaderamente los días empiezan a ser más cortos, los noviazgos veraniegos se
despiden con un beso y una promesa, casi siempre vana, de seguir carteándose para no perder
el contacto, eso en mis tiempos, ahora todo serán mensajes y redes sociales y video llamadas y
cosas del futuro.
Los bares empiezan a volver a llenarse de parroquianos habituales, el Babel de los acentos se
desmorona en el mercado y en las papelerías comienzan a exponerse en los escaparates
carteras colegiales y campañas de libros de texto.
Y todo el que tiene más de cuarenta años recuerda un capítulo muy triste de Verano azul y una
canción más triste todavía del Dúo Dinámico que ilustra mejor que ninguna literatura el final
(del verano, que la vida sigue)

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