Mudanzas y rescates

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Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- Informes sobre ciegos

Tenía un amigo que cerraba los ojos y esperaba a que sonara la señal acústica de los semáforos para cruzar la calle. Aquello era mitad broma, mitad performance para constatar la piadosa preocupación de las señoras ante nuestra travesura. Cuando alguna de ellas nos advertía con un “cuidado, muchacho” abría mi amigo los ojos y las miraba como un arlequín triste y patético, casi picassiano. Las señoras sorprendidas y asustadas a veces, otras indignadas, muchas cagándose con toda la razón en nuestros muertos, meneaban la cabeza como diciendo “esta juventud…”

Como sucede en muchas ocasiones, tras hacer el tonto con aquello, mi amigo y yo mismo nos dimos cuenta de que acabábamos de ponernos en el lugar del otro, de que frente a la inmediata solución de abrir los ojos y recibir enseguida la luz, los colores, las distancias y las magnitudes, tras nuestro rato de payasada, había a nuestro alrededor cantidad de personas que no tendrían esa oportunidad. Aquellos cuya oscuridad era inexorable, aquellos que, pudiendo distinguir entre oscuridad y luz, eran incapaces de identificar objetos. Y los objetos, ay, en nuestras ciudades, se engolfan en su rebelión y aparecen por cualquier parte, sobre todo por donde no deberían estar. Entendiendo que la posibilidad de pasear como un ciudadano libre, sin más ataduras ni limitaciones que las que son consecuencia de la discapacidad que nos atribula, no quiere imaginarse uno la inseguridad que puede producir que, en cada plaza, aquellas viejas plazas por las que los hombres y mujeres paseaban cogidos del brazo, por las que los niños jugaban a sus juegos eternos de asombros y carreras, son ahora territorio exclusivo de los bares de tapas, de los bares de copas, de los bares del baile, de los bares. 

Si ha de fiarlo todo un ciego a su memoria de los senderos y los caminos recorridos, qué habrá de hacer cuando en su acera de ayer se levanta hoy una sombrilla de una marca de cervezas y un turbión de camareros con bandejas serpentea alrededor. O bolardos que surgen de la nada, agujeros en el asfalto, patinadores suicidas asomando su condición de centauros modernos por los espacios peatonales. 

¿Tanto costaría a la hora de ejecutar una obra pública tener en cuenta las recomendaciones de la ONCE, en cuanto a accesibilidad? Son baratas y sencillas y tienen mucho más que ver con la solidaridad y la decencia que con las finanzas 

¿Tanto costaría compartir el espacio público, nosotros que- de momento- podemos desenvolvernos en la trinchera, con aquellos a cuyas dificultades personales, añadimos parquímetros como abisales bicharracos, o señales de tráfico clavadas en el asfalto como banderas? Es viendo, más o menos bien que a estas alturas de la vida ya es, y hay que andar con pies de plomo. ¿Cómo ir a la vida, a la ciudad, en unas circunstancias tan desfavorables que pueden convertir en odisea lo que quiso ser un simple paseo? 

Mi amigo, con los ojos cerrados tras oír la señal acústica del semáforo, caminaba desorientado y con gran lentitud por esa calle y los coches, siempre ansiosos por llegar a su incierto destino, se armaban de paciencia. 

No habíamos cumplido los veinte años y no pretendíamos la burla, tampoco sé muy bien lo que queríamos con aquel gesto, ni con tantos otros de naturaleza parecida. 

Habíamos leído hacía poco tiempo el libro “Sobre héroes y tumbas” de Ernesto Sábato y nos había impresionado especialmente la especie de separata metaliteraria llamada “Informe sobre ciegos” donde aparecía incluso el protagonista de “El túnel”, el pintor majara que ya abocetaba sus fobias sobre el mundo de los invidentes. Claro que, en la novela de Sábato, el redactor del informe sobre ciegos, estaba más loco de una cabra también, pero la literaria fantasmagoría del argentino nos había despertado la curiosidad por aquel misterio que era para nosotros la ceguera. 

Lo llenábamos todo de poesía y de romanticismo en consonancia con la edad. Ponderábamos el prodigio de la intuición, de los otros sentidos que se agudizaban frente al drama de la pérdida de visión; el oído, el tacto, el olfato…como el super héroe Dan Defensor, que por la mañana ejercía de abogado con su bastón y sus gafas negras y por las noches gambeteaba por las azoteas de Manhattan como un saltimbanqui del Circo del Sol. 

Hoy día, superados por la realidad los superhéroes y agonizando el romanticismo en los acordes menores de Pablo Alborán o alguno de esos cantantes que ululan entre gorgorito y gorgorito, uno entiende que la heroicidad está en conseguir vivir normalmente, esa es la verdadera proeza, tal y como hace mi amigo Antonio Escobar, al que dedico este artículo. Un hombre que, por las circunstancias de la vida, solo ha tenido que renunciar a ver, pero que no quiere renunciar a mirar y lo hace con curiosidad, compromiso y asombro, sabiendo lo que en el mundo no merece la pena ver, incluso viendo.

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