Volviendo a la isla. Desconocidos amigos
. Juan Antonio Gallardo «Gallardoski» . Llevo años viendo a esta pareja, deben andar por los ochenta. Antes iban a tomar su té a la cafetería que yo frecuento y saludaban cada uno a su manera; ella con gran efusión. Y él con
una suerte de gesto de aprobación parecido a la simpatía, miraba hacia mi mesa, por encima de las gafas de pasta y decía silabeando y exagerando las eses como hacen los extranjeros “buenos tardes”
Yo siempre andaba leyendo algún libro. A esas horas en las que la mugre de la jornada laboral todavía no se ha quitado del todo y anda uno recuperando su tiempo y su identidad real. Solo cada tarde en esa cafetería, en una apoteosis de siempre lo mismo que no me pesa. Era; es mi vida, aunque ahora salgo menos, porque la pandemia nos ha cambiado a todos. Menos a los feos de corazón, que esos andan con lo suyo, como el guiñol bárbaro de la cachiporra, repartiendo.
Si sumamos a mi sigilo de lector, que esta pareja no hablaba apenas y que no había ningún cliente más, la terraza estaba silenciosa y apacible, como una terraza de Noruega( si es que la gente puede sentarse allí al aire libre sin quedarse como Jack Nicholson en la última escena de la película “El Resplandor” )
Creo que son alemanes, pero a saber. De Lebrija no son, eso fijo y no me pida nadie que lo explique. Sería entrar en disquisiciones étnicas muy enojosas a estas aturas de nuestra integración como ciudadanos del mundo guay.
Además de en la terraza, solía verlos algunos sábados por el mercado. Ella preguntando siempre con una sonrisa a cuánto el kilo de manzanas. Él mirando alguna otra fruta y sacando de su cartera la tarjeta bancaria para abonar la compra. Muchas veces iban muy cargados, con las cestas repletas de hortalizas y frutas y se paraban a descansar en un banco de la plaza del cabildo. Ella mirando las palomas, él mirándola a ella. Ensimismado.
Alguna vez los sorprendí dándose un beso en los labios, un beso casto, pero bellísimo. Apenas se rozaban las bocas y sin embargo cuánto amor se podía intuir en aquel gesto tan sencillo que parecía decir “sigo a tu lado, contigo, y me gusta”
Ella desde hace tiempo camina apoyada en un bastón y hasta esa contrariedad producto de algún achaque de la edad, la llevaba estupendamente junto a su hombre, alto, enjuto y elegante que le ofrecía su brazo como apoyo en el paseo.
Como iban juntos a todas partes, me extrañó verla solitaria por la playa esta mañana.
Desde la baranda del paseo marítimo la distinguía asomándose a la orilla con su falda larga y su bastón. Se va a mojar el vestido, pensé. Cojeaba y sus pasos eran muy lentos. Daba la impresión de estar perdida, enajenada, sumida en un gran desamparo.
Uno siempre se teme lo peor y no hizo falta que me corroborase mi triste sospecha con palabras. Luego me he enterado por radio Macuto que efectivamente, Hans (veis como eran alemanes) había fallecido. Cuando se recuerda a alguien con afecto se dice que ha fallecido.
Joan Margarit, el poeta, falleció. Franco, el dictador, se murió (en la cama) lo pongo para que se entienda.
La saludé desde lejos, haciéndole señas para que volviese a la realidad o a lo que sea esto que
llamamos estar despiertos, pero nada. No me veía. ¿Cómo iba a verme si estaba en trance, desatando los nudos del recuerdo y tejiendo el doloroso ajuar de la ausencia?