Volviendo a la isla
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- Me he parado en la baranda del paseo marítimo. Esmeralda lucía el mar a las siete y media de la mañana. Éramos pocos y casi seguro que la mayoría, teniendo en cuenta la edad, ya vacunados con la doble dosis. Se ve que los jóvenes deportistas esperan un poco más para salir a violentar la naturalidad de sus cuerpos con ejercicios forzados y anatómicos malabares.
De los que estamos tan temprano y bien pautados, supongo que cada uno va pensando en lo suyo. Yo si me dicen buenos días contesto. Si no me dicen nada me callo. Mi pensamiento estaba hoy con los hermanos de la isla de Cuba. Como decía Neruda, no sé quienes sufren, no sé , pero son míos.
¿Son todos unos gusanos? ¿Son todos los que se rebelan unos mierdas contrarrevolucionarios a sueldo del imperio? Si lo son, el salario del imperio es bajo, no aparecen muy lustrosos en las fotos y los vídeos que manejamos por el lado de acá. A mí no me parecen ricos, ni imperialistas irredentos. Me parecen pobres, me parecen incluso los de algunos barrios que parecen ir a caerse a cachos; lumpen proletariado.
Nada que ver con aquella manifestación verdaderamente pijo/facha de Madrid durante los primeros meses de la epidemia del COVID.
Ahora bien ¿podemos entender lo que sucede en Cuba? ¿Podemos aplicarle a la situación de necesidad baremos equiparables a otros lugares del mundo? ¿Podríamos establecer una analogía directa con nuestra situación, con la situación de nuestros casi once millones de personas por debajo del umbral de la pobreza?
Si a nuestro país, en vez de ayudas millonarias desde Europa nos dieran latigazos de persecución financiera, de bloqueo sanitario o de retención de remesas… ¿a qué ruina atroz nos estaríamos enfrentando ahora? También piensa uno que si hubiera imágenes de abusos, pero abusos de verdad y gordos, de la policía cubana, ya lo habríamos visto por el internet. Pero qué va, no parecen los cubanos encabronados, seguramente con razón, ciudadanos bajo el yugo de una atroz dictadura, no lo parecen, qué quieren que les diga. Les reclaman a los guardias derechos, les echan la bronca a los de la gobernación y, algunas veces, los de la gobernación parecen abrumados. No hay que irse a Haití para hacer la comparación grotesca. Podemos comparar a nuestros democráticos antidisturbios repartiendo leña.
El descontento y algunas veces la desesperación de los cubanos es indudable ante la coyuntura económica y ante la situación política. La voluntad de resistir ante la zarpa del imperio que desde hace seis décadas trata de someterlos y de transformarlos en súbditos también es indudable. Ya ven, todo esto me lo ha inspirado esta mañana el bellísimo horizonte de Doñana. ¿Qué escribiría uno si tuviese enfrente a Miami?
Desconozco a qué atávicos instintos responderá esta afición mía de pasear por los paisajes después de la batalla. Ya me gustaba, de niño, explorar los restos de las verbenas, cuando la fanfarria terminaba y el recinto ferial amanecía como una ciudad bombardeada, en este caso por la artillería de los bailes, las comilonas y las borracheras.
Usaba como excusa con el amigo que me acompañaba por aquellas travesías tan melancólicas, lo de que íbamos a buscar monedas, las que pudieran habérseles caído en medio de la euforia a los padres que montaban a sus hijos en los cacharritos. O a los noviazgos de verano, pendientes solo de la ambrosía del beso y de la vida y no tanto de la bolsa de los dineros.
Los chiringuitos esta mañana me parecieron buques varados muy cerca de la orilla, era una idea romántica que se fue desvaneciendo a medida que una hedentina a fritanga fue espabilándome como una polución del realismo sucio. Pero, así y todo, me alegré. Habrá habido caja y la venta no habrá estado mal del todo. Una familia que podrá pagar el alquiler. Una muchacha camarera que tendrá, si todo va bien, si el maléfico espíritu del virus lo permite, para pagar los dos primeros meses de estudio en la capital. Hasta que venga la Beca del Ministerio de educación o como se llame ahora. Cualquiera sabe.
En la calzada los africanos iban montando sus tenderetes. Ellos también podrían enviar sus divisas al Senegal y aliviar en algo la precariedad del poblado. Miro sombreros y gorras, pulseras y collares que un rato más tarde, veré colgando, ceñidos en los cuellos y las muñecas de los veraneantes.
Los veraneantes son los que más tonterías compran, imbuidos por una fantasía infantil de ser otros, de no parecerse durante unos días a los grises oficinistas de la ciudad eléctrica en la que viven. Ahí va con su sombrero de Jipijpa el escayolista del pueblo de Sevilla que ha podido tomarse unos días de asueto.
Allá aparece con el collar extravagante y enseñando un escote que jamás enseñaría en su oficina de servicios inmobiliarios, la señora que ha decidido vivir en pareo estos días, como una hawaiana castiza.
Yo estoy contento y estoy triste a la vez.
Contento porque la gente crea todavía en la vida, en la seducción y en la alegría.
Y triste porque no sabemos lo que esta fiesta del verano va a durarnos. A mí me gustaría que nos durase para siempre. La fiesta y el verano.
A mí ya no me hacen falta los rigores del invierno, porque estoy dejando la poesía y quiero consagrarme a la bienaventurada indolencia de no sé…¿el regatón?