Volviendo a la isla
Molestar lo menos posible
Gallardoski.-Yo quiero molestar lo menos posible. Con esta divisa iría uno por la vida y hasta por la muerte si nos ponemos estupendos.
Sería, de hecho, un bonito epitafio. Encontrarse, si acudiera un deudo a visitar nuestra última morada, escrito en la piedra este lema nos daría un prestigio póstumo de puta madre. Aunque, para entonces, a quién le importa.
La frase no es mía, la ha esgrimido como un salvoconducto un señor en el banco esta mañana.
-Señorita, yo quiero molestar lo menos posible, le dijo a la cajera. Y me lo repitió a mí, que le sucedía en la triste cola.
Al hombre le habían dado unas claves para operar con la banca digital, así llaman al asunto, y al pobre señor se le cumplían los plazos (cinco minutos o así) porque dedeaba sobre la pantalla de su teléfono sin criterio ninguno. Daban ganas de ayudarle, pero claro, tratándose de contraseñas muy secretas, cualquiera sabe si no hubiese pregonado de acercarse uno en plan samaritano: ¡al ladrón, al ladrón!
El hombre que quería molestar lo mínimo, estaba haciendo justo lo contrario de lo que pretendía.
En estos tiempos los ciudadanos consideramos nuestro turno en una cola un patrimonio que defenderíamos con gran arrojo y mayor furia, de manera que cuando por fin somos atendidos por las encapsuladas personas que viven tras las ventanillas, nos gusta poco ser interrumpidos.
El hombre, como no se aclaraba con el teléfono móvil, se acercaba a la chica de la caja y, justo es reconocerlo, con mucha educación y hasta con simpatía si se pudiera ser simpático cuando se está desorientado y confuso, le preguntaba si tenía que poner todos los números que le habían mandado en un mensaje, o si sólo los que parecía que en el algoritmo habían desaparecido, encriptando los otros.
La cajera le decía muchas veces que estaba atendiendo a otro cliente (un servidor) Que, por favor, no se saltase la distancia de seguridad y que se pusiera la mascarilla tapándose las vías respiratorias, nariz y boca, y no colgada de la barbilla que era como la llevaba, como un tarado.
-Ah, sí, sí, perdone es que se me empañan las gafas con la mascarilla y no veo la pantalla del móvil. Entonces ¿No tengo que repetir la contraseña?
Yo, a estas alturas, me sabía de memoria el pin y la contraseña de aquel señor de las veces que los había cantado a los cuatro vientos de la sucursal bancaria.
-Señorita, pero si mi pin es 5496 y contraseña ***** (no lo pongo aquí no sea que el hombre después del disgusto de esta mañana, esté leyéndome y le de un soponcio. Cosas más raras se han visto y gente más rara que lo lee a uno) por qué no puedo entrar en mi cuenta y ver mi saldo y si se han cobrado ya la contribución.
Todo esto lo hacía pidiendo disculpas continuamente y mirándome a mí y a otra señora que lo fulminaba con sus ojos, porque ya le hubiese tocado de no ser por sus interrupciones a la cajera. Total, mi gestión habría durado cinco minutos o menos. ¿Me ha entrado esa transferencia? No, señor Gallardo. Ea, pues adiós, me voy muy triste, que lo sepan.
Yo ya derrotado, le dije a la cajera que le cedía mi puesto, que acabase con él, con sus cuitas digitales, se entiende. Pero la cajera tampoco se avenía a este arreglo tan generoso por mi parte.
El hombre preguntaba todo el tiempo por un tal Antonio que debía ser uno que alguna vez lo ayudó, un empleado del banco de esos que todavía no han hecho el cursillo de cara de vinagre y de yo no me implico con los clientes y menos con los pringados que sólo utilizan la cuenta para cobrar el paro, o la ayuda, o la pensión. Un buen hombre, vamos.
-¿Antonio no está? ¿Está de vacaciones? ¿Va a venir Antonio? ¿Está Antonio desayunando?
Si la cara de vinagre de la cajera hubiese contestado a la primera, nos habría evitado a todos el coñazo de dónde andaría Antonio. Pero no, no le contestaba o lo hacía muy bajito, como para enervarlo y que le diese al pobre tipo un infarto de miocardio allí mismo.
Tuve que ser yo, que tengo esos prontos quijotescos, el que le dijese al señor que Antonio estaba de baja, por el Covid.
No sé para qué me inventé esa tontería. Bueno; sí lo sé. Para darle solemnidad a la ausencia de Antonio y así propiciar de nuestro amigo un silencio respetuoso y hasta una despedida noble.
La cajera me miraba con los ojos como platos cuando dije que Antonio estaba con lo del Covid, como diciendo que para ser su primer día vaya par de pirados le habían tocado a la pobre.
Porque no había constatado ese punto: Era el primer día de la cajera. O uno de los primeros, porque yo vengo todas las semanas por lo mío de la transferencia y no la había visto nunca.
El señor que quería molestar lo menos posible, pareció con la noticia de la imaginaria enfermedad de Antonio, olvidarse un poco de su negociado con la banca digital.
La cajera me había desmentido y le había dicho que no, que Antonio simplemente no estaba…pero ¡ah! A ver quién convencía ahora a este hombre de que Antonio estaba sano y salvo, seguramente en la cafetería de enfrente tomándose una buena tostada con manteca colorá (este detalle lo incluyo, porque cuando por fin salí de la sucursal me encontré al bueno de Antonio, sano como una pera y mordiendo como un cromañón con corbata ese contundente alimento, mientras le caían por las comisuras de la boca dos hilillos de grasa roja que daban ganas de acercarle un pañuelo y adecentarle así una miaja la figura)
-Vaya por dios, ahora se me ha ido la línea- dijo la cajera y me pidió nuevamente mi DNI.
Ya todos estábamos francamente nerviosos. Cuando me dispuse a sacar el documento se me cayeron al suelo una baraja de tonterías que lleva uno en la cartera; un décimo de la bonoloto, tarjetas de visita, tarjetas de crédito peladas que ni sé por qué conservo, una servilleta de papel con un Haikú , dos fotos tamaña carné, el carné de la biblioteca y una entrada de un concierto del año de la polca.
El hombre que quería molestar lo menos posible se puso, enseguida, en cuclillas y me ayudó a recoger el desbarajuste. Estando ambos en esa posición un poco vergonzante, le propuse:
-Amigo, si usted quiere le activo yo lo de la banca, porque Antonio no va a venir y el resto de la pandilla nos tenemos que ir a nuestras labores.
Le hablé así, como si ambos estuviésemos preparando una fechoría, casi clandestinamente. Él dijo, en el mismo tono confidencial y susurrante, que de acuerdo y que menos mal que queda gente buena.
Y así salimos este hombre y yo al aire fresco de la calle. Como dos amigos. Quería invitarme a un café como muestra de agradecimiento y le dije que muchas gracias, pero que no. Todavía tuve el antojo de asomarme al puesto de trabajo de la cajera y arengarle:
¡Para que vea, dos minutos y resuelto! La señorita cajera si hubiera podido me habría hecho una peineta, pero habrá cámaras o algo y no puede.
La contribución, por cierto, no se la habían cobrado todavía.