Mudanzas y rescates
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- Con gafas nuevas
Las horas que nos pasamos leyendo que son, por otra parte, casi todas las del día, unas, por
esa cosa de que habrá que comer y nos hurtaron los dioses otras habilidades con las que
ganarnos el pan, y otras horas por placer y por aprendizaje (prodesse et delectare) todo ese
tiempo mirando letras y, ay, números, van minando nuestra capacidad visual. ¿Serán los años?
También, claro.
Todo lo que nos pase va a tener una explicación con eso de los años, pero eso es escaquearse
un poco de otros análisis más complejos, más sofisticados.
¿Han leído ustedes alguna vez a alguien que escriba un preámbulo semejante para contarles
que ha tenido que cambiar de gafas? Yo creo que en estas digresiones tengo mi mérito. Y
ustedes el suyo, por lo que aguantan, claro.
Con estas gafas que estoy estrenando hoy y con las que les escribo esto, veo las letras como en
los espejos deformantes aquellos del laberinto de la risa, una atracción que ponían en las
ferias y que, en algunos pueblos con paisanos especialmente borricos, tuvieron que dejar de
montar los feriantes, porque era costumbre de la muchachada escupir en los espejos, para
encontrar la salida al laberinto. Cosas de la época. Aunque, yo creo que estoy mezclando dos
atracciones: “el laberinto de cristal” y “la casa de la risa”
El caso es que, con estas gafas, si me acerco a la pantalla, las letras se ponen panzudas y- como
si tuviesen vida propia- oscilan, se mueven una miaja. Si, por el contrario, decido alejarme,
empiezan a borrarse, como algunos recuerdos (las atracciones de feria, por ejemplo) o como
algunas esperanzas (encontrar la salida al laberinto, ahora de la vida)
La dependienta me ha dicho, sin embargo, que todo es normal.
- ¿Pero seguro que son de mi talla? ¿No se habrá equivocado alguien, porque ha sido
ponérmelas y ver el mundo como si me hubiera endilgado tres vasos de Gabriela en ayunas?
A esto ha contestado que las gafas no tienen talla, sino graduación, como los militares y- un
poco hastiada ya del señor coñazo que le ha tocado a primera hora de la mañana del sábado-
me ha prestado una cuartilla plastificada que tienen para hacer la prueba, con letras de
distintos tamaños, y me ha preguntado ¿qué tal?
Yo le iba a soltar lo del laberinto de espejos, la casa de la risa y toda la pesca, pero no me ha
dado tiempo, porque otra chica, ésta con ademanes de dueña del negocio o como mínimo de
encargada, me ha indicado que estoy colocando la cuartilla plastificada a mucha distancia de lo
que ella ha llamado “el ángulo de visión” y que así no hay manera.
-Lo que pasa es que aquí hay muchos tamaños de letra y me quedo con las que veo bien y las
otras ni las miro.
Ahora estaban pendiente de mí las dos muchachas y se ha sumado otra, que es clienta y que
ha venido a comprarse unas gafas de vista, pero de mentira, sin estar miope ni nada, como las
azafatas del “Un, dos, tres” por comiquería.
Al final, resulta que verdaderamente las veía a todas bastante bien, las letras, quiero decir.
Pero yo creo que era porque me las he aprendido de memoria. No he dicho eso, claro está,
porque quería pagar e irme rápido.
- ¿Tarjeta o efectivo?
He dicho efectivo, porque la tarjeta está tiesa, sí, pero también porque tengo el pin apuntado
en el móvil y con las gafas nuevas, no veía un pijo, si se me permite la expresión. Eso tampoco
lo he dicho.
Cambiar de gafas ayuda bastante, de todas formas, a afinar la perspectiva. A fijar la atención
en algún punto y a darnos cuenta de que, a lo peor, anduvimos equivocados durante muchos
años por no tener las gafas limpias, adecuadas. O por no entender que ya no nos servían para
mostrarnos el mundo. Certezas inamovibles no ha tenido uno nunca. Pero cuánto más veo,
menos distingo.