Apuntes de Historia CDVI

Cultura, Historia, Manuel Jesús Parodi

Manuel Jesús Parodi.-Sobre los Guzmanes en la obra de fray Pedro Beltrán (II)

Como señalábamos la pasada semana al comenzar a tratar sobre la imagen de los Guzmanes que se nos transmite en la obra de fray Pedro Beltrán (siglo XVII), la figura de Alonso Pérez de Guzmán “el Bueno” (1256-1309), fundador de la Casa de Guzmán, serviría como la auténtica inspiración -y como “piedra de toque”, decíamos- para la construcción a lo largo de los siglos de la estética del poder de la Casa de Medina Sidonia ya desde el siglo XIII, el siglo en que viviera el propio Alonso Pérez de Guzmán “el Bueno”. 

Decíamos, al abordar la naturaleza, aparición y pervivencia de los símbolos, que  si no se conocen y no se aceptan, éstos (los símbolos) no servirán para alcanzar y cumplir los fines para los cuales han sido creados; los símbolos, es de tener en cuenta, se apoyan unos sobre otros para su construcción, su consolidación y afianzamiento y su proyección.

Así, hay elementos simbólicos del pasado que sirven para la construcción de nuevos símbolos en la Historia, de forma que los mismos (dichos elementos simbólicos que hunden sus raíces en un pasado más remoto) no sólo prestarán su ayuda de cara a la construcción de nuevas imágenes del Poder, sino que gracias a su asociación con elementos simbólicos de nuevo cuño se reforzará la continuidad -así como el crecimiento- de los elementos de referencia que una sociedad considera “morales” (acordes con su costumbre, con sus tradiciones, y adecuados para con sus usos como sociedad, y por ello elevados a categoría).

De otra parte, los elementos simbólicos más antiguos podrán (y deberán, de cara a su propia supervivencia) verse periódica -cuando no cíclicamente- renovados gracias precisamente a la repristinación de los mismos que viene a representar su vinculación con elementos y símbolos nuevos.

A tal construcción de símbolos (de armazones simbólicos, más bien) tan cara a las monarquías (en líneas generales, tan caros al Poder) no serán ajenas las aristocracias (ni con ellas las noblezas guerreras) medievales europeas, algo a lo que tampoco será ajeno el discurso del Poder en la Antigüedad (veáse Paul Zanker, Augusto y el poder de las imágenes. Alianza Forma. Madrid, 1992), como muestran el impacto y la trascendencia de la imagen de los emperadores en la propia Roma, así como la progresiva y continua construcción de la estética y la imagen del Poder imperial en Roma.

Las élites económicas, sociales y políticas se servirán así mismo de elementos del pasado, un pasado tanto mítico como histórico (¿qué diferencia hay, en fin de cuentas, ya sea desde la perspectiva de la narración de los relatos simbólicos tanto como desde la perspectiva de la intencionalidad del discurso simbólico y su inserción en los horizontes mentales colectivos…?), para poder construir sus propios paisajes simbólicos.

Pero no solamente se servirán estas élites de elementos del pasado, ya que los elementos fantásticos desempeñarán también un notorio papel en estos procesos de construcción de los armazones simbólicos.

Para construir sus paisajes simbólicos y para poner en pie el edificio colectivo de su fama como linajes mediante la construcción (y su mantenimiento a través del tiempo) de la fama y el prestigio de sus héroes individuales (pilares del discurso simbólico), todo lo cual habría de llevar al incremento y el fortalecimiento del prestigio y de la relevancia simbólica de dichos linajes; el caso de Alonso Pérez de Guzmán el Bueno y de su Casa sería magistral en este sentido.

El símbolo, elemento totalmente imprescindible para la construcción del imaginario colectivo (y de la identidad del grupo) es no sólo un elemento cohesionador del grupo en el presente, sino un vínculo de conexión entre presente y pasado, un elemento que lleva al grupo desde la cotidianidad de su presente hasta las raíces de su pasado como tal grupo.

De este modo ofrece un relato que sirve a la vez para ordenar el pasado (Guzmán el Bueno es “Bueno” y es señor de Sanlúcar de Barrameda gracias a sus virtudes y hazañas) y para, por ello, ayudar a explicar la realidad del grupo en el presente (Sanlúcar de como ciudad y como grupo humano es, son, del Guzmán, pertenece a su linaje).

De este modo el símbolo es un elemento que sirve para reforzar [la cohesión de] la realidad en la que el cuerpo social vive y se desenvuelve (a lo largo del tiempo). No es de olvidar que se vive en el símbolo (y del símbolo), y que nos hallamos ante un elemento, el símbolo, el armazón simbólico, que debe trascender de los límites de la cronología, de los límites del tiempo para sobrevivir y para que el edificio intelectual, moral e ideológico que se sustenta (al menos en parte) sobre él (sobre el símbolo) pueda perdurar.

El símbolo, en fin, es un elemento base del mito (mitos fundacionales, mitos identitarios…), y ambos, símbolo y  mito (o “relato” del mismo) son elementos basales de la identidad, ergo, de la realidad en que un cuerpo social vive y se desenvuelve (sobre el peso y la carga del símbolo remitimos a la bibliografía de Mircea Eliade; véase así, en primer lugar, M. Eliade, Imágenes y símbolos. Taurus. Madrid, 1989; igualmente, y siempre del mismo autor, Herreros y alquimistas. Alianza. Madrid, 1986; Lo sagrado y lo profano. Labor. Barcelona, 1988; Mito y realidad. Labor. Barcelona, 1991; El mito del eterno retorno. Alianza. Madrid, 1992; Mitos, sueños y misterios. Kairós. Barcelona 2001).   

Al margen de otros relevantes autores, como Pedro de Medina, Pedro Barrantes Maldonado, Juan Pedro Velázquez Gaztelu o Fernando Guillamas y Galiano (quienes resultan así mismo fundamentales para una mayor y mejor comprensión de la construcción del discurso hagiográfico acerca de y en torno a la figura de Guzmán el Bueno pero la consideración de los contenidos de los cuales nos haría no respetar los límites contemplados para este trabajo y cuya consideración reservaremos para posteriores trabajos) nos venimos deteniendo en estos párrafos en los versos contenidos en el texto de un autor que viene a ser igualmente esencial de cara a la construcción (y comprensión) de este discurso de la estética guzmana del poder, el dominico fray Pedro Beltrán, quien escribe en el siglo XVII.

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