El castillo del vampiro
Fernando Cabral.-En unos momentos en los que, a pesar de los llamamientos a la unidad con el eufemismo del aglutinamiento, el secular cainismo instalado en la izquierda es más palpable que nunca, se hace necesario una reflexión sobre de dónde vienen aquellos lodos que ahora tornan en barro en la izquierda.
La miríada de partidos y organizaciones de izquierdas existentes de ámbitos nacionales, territoriales y hasta locales están más preocupados en sobre señalar sus legítimas diferencias que aquellos aspectos troncales que los deberían verdaderamente aglutinar. La preocupación en resaltar sus diferencias y no en lo que les debería unir, configura una división identitaria propia de la “cultura online” que soslaya la solidaridad y de clase como principal valor de la izquierda. Así, pelean por ser quien es más puros de izquierdas, más feministas, más ecologistas y animalistas y hasta más nacionalistas, etc.
Para ello, sirve más que de pretexto la esencia de aquel artículo/ensayo, de lectura muy recomendable, llamado “Salir del Castillo del Vampiro” del malogrado Mark Fisher, escritor y filósofo polifacético británico muy apreciado por la juventud británica incluso después de su desgraciada muerte en 2019. Fisher también fue un crítico temprano de la «cultura de la indignación» (reconocible con facilidad en las polémicas que tienen lugar en redes sociales), entendida como la excesiva negatividad a los acontecimientos que nos rodean, es decir, la tendencia sistemática a expresar la rabia o disconformidad frente a cualquier problema de carácter social y/o político de manera impulsiva, sin hacer una reflexión del fenómeno y sin ofrecer una propuesta racional para dar una mejor solución.
En el citado ensayo, publicado en 2013, critica que la «cultura de la indignación» ha creado un espacio «desmoralizante y siniestro, donde la clase ha desaparecido, donde la solidaridad es imposible, pero la culpa y el miedo son omnipresentes». Asimismo, señala que “reduce cada problema político a una crítica de las conductas individuales en vez de tratar los asuntos políticos a través de la acción colectiva”.
Fisher se sirve de un elemento figurativo (el Castillo del Vampiro) como lugar de la izquierda especializado en la propagación de la culpa en el que la lucha de clase es sustituida por la defensa de los supuestos valores identitarios, ya sean racial, sexual, cultural o de cualquier otra índole asumida interesadamente con la burguesía. “…el Castillo del Vampiro utiliza una comprensión en última instancia liberal de la raza, el género, etc., para ofuscar cuando no ocultar el concepto de clase”.
El riesgo de atacar al Castillo de Vampiro es que podría parecer que uno atacara las luchas contra el racismo, el machismo, el heterosexismo (y el Castillo hará todo lo posible para reforzar esta idea). Pero en lugar de buscar un mundo en el que todos estén libres de clasificaciones identitarias, el Castillo de Vampiro busca encerrar a las personas en sus campos identitarios, donde quedarán para siempre definidas según parámetros establecidos por el poder dominante.
Hace especial mención en ese ecosistema a los que protestan contra las decisiones de las instituciones y órganos parlamentarios, pero rechazan entrar en las mismas para poder cambiar el orden las cosas.
Para Fisher se ha llegado a esta situación porque el sistema sabiamente ha sometido a la clase obrera organizada, desintegrando la conciencia de clase, subyugando agresivamente a los sindicatos al mismo tiempo que seducía a “las familias de clase obrera que trabajan” para identificarse con sus estrechos intereses en vez de los intereses más amplios de clase. Un sui generis caso de “divide y vencerás”.
Para salir del Castillo del Vampiro es necesario que la izquierda abandone la propagación de la culpa, las cacerías de brujas y las posiciones elitistas o de superioridad moral de determinados actores políticos. El drama de la izquierda es que sabe señalar culpables, pero no sabe cómo hacer conversos.
Pero ese, a pesar de todo, no es el objetivo. El objetivo no es popularizar una posición de izquierdas, o ganar a la gente y sumarla a un proyecto, sino permanecer en una posición de superioridad elitista, pero ahora a la superioridad de clase se añade, también, la superioridad moral. “¡Pero cómo te atreves a hablar! Somos nosotros quienes estamos legitimados a hablar por aquellos que sufren!”.
De forma igual de atinada, aunque más jocosa y supuestamente menos académica, lo expresaron los FRAC (Fundación de Raperos Atípicos de Cádiz) en su canción “Sin acritú, soy más comunista que tú”.
Parafraseando al filósofo y sociólogo polaco-británico, Zygmunt Bauman, la izquierda está inmersa en un proceso de “ideología líquida”, caracterizada por no mantener ningún rumbo determinado o adoptar la forma del recipiente que circunstancialmente lo contenga. Ello hace que sus propuestas cabalguen sobre una constante incertidumbre, máxime cuando aquellos postulados que se defendían como fundamentales se orillan oportunamente, dando paso a un populismo identitario, en algunos casos, con la excusa del respeto a las tradiciones históricas-culturales.