Sanlúcar y la infancia frente a la pantalla: ¿quién educa cuando mamá o papá necesitan silencio?

Opinión, Pepe Fernández

Pepe Fernández.-En Sanlúcar, como en tantos rincones del país, la escena se repite: niños muy pequeños hipnotizados por pantallas mientras sus padres buscan un momento de respiro. Lo que parece una solución práctica encierra una pregunta inquietante: ¿qué tipo de adultos estamos formando cuando la tecnología sustituye el vínculo humano desde la cuna? Este artículo reflexiona sobre una realidad cada vez más común y sus consecuencias invisibles.

En un supermercado del centro de Sanlúcar, tres jóvenes madres conversan animadamente mientras esperan en la cola. La cajera, líder espontánea de esta triada dicharachera, elogia con entusiasmo las virtudes de su hija, a quien solo conocemos por el relato que comparte con sus compañeras. Las otras dos mujeres, presumiblemente colegas en su día libre, escuchan y responden con igual fervor, celebrando las bondades de sus propios hijos.

Dos niños acompañan la escena. Una niña se mueve con energía, asintiendo y reafirmando cada palabra que su madre pronuncia con orgullo. El otro, un niño de apenas dos años, permanece en silencio absoluto. No gesticula, no habla, no se mueve. Su mundo se reduce a una pantalla de cinco pulgadas que lo absorbe por completo. Las imágenes de un vídeo infantil, acompañadas por una música monótona y estridente, repiten obsesivamente las mismas notas en un bucle hipnótico, capaz de embotar los sentidos y saturar la mente de cualquiera.

En un momento, el niño alza su manita y ofrece el móvil a su madre. Ella interrumpe la conversación, lo observa, comprende que los anuncios han interrumpido su aislamiento, elimina la publicidad y le devuelve el dispositivo. “Así me deja tranquila”, confiesa sin pudor, ignorando que esa tranquilidad tiene un precio: el desarrollo emocional, cognitivo y social de su hijo.

Este tipo de escenas se repite cada día en Sanlúcar, en Andalucía, en todo el país. El abuso de dispositivos digitales a edades tempranas no solo limita el desarrollo del lenguaje, la empatía y el pensamiento crítico, sino que sustituye vínculos humanos por estímulos artificiales. Un niño que crece frente a una pantalla difícilmente aprenderá a cuestionar, a sentir el dolor ajeno, a conectar con la naturaleza o a comprender el valor de la solidaridad.

Vivimos rodeados de tecnología. No podemos ni debemos renunciar a ella. Pero un niño necesita algo que ninguna máquina puede ofrecer: una madre presente. Una mirada que lo interpele, una pregunta que lo despierte, un abrazo que lo sostenga. Porque llegará el momento en que ese niño se enfrente al mundo, y cuando lo haga, debe estar preparado para ser libre. Para pensar por sí mismo. Para decidir sin haber sido manipulado por la comodidad de quienes debieron formarlo para enfrentarse a la vida y su futuro.

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