Cartas de una sombra. Padre
José Antonio Córdoba.- Había hecho de aquel lugar su lugar de retiro. Cada día se acercaba hasta ese parque, paseaba por delante de la fila de bancos buscando en cual sentarse. Aunque buscaba siempre una hora en la cual el parque estuviera más despejado de visitantes, aquellos bancos parecían tener lista de espera.
Solía sentarse en un banco vacío, aunque después alguien más ocupase el espacio vacío. Otras era él, quien se sentaba en un banco ya ocupado. De una forma u otra, tomaba su móvil y se ponía a escuchar música, o navegar por internet, buscando evadirse de la realidad, triste propósito que no llegaba a conseguir.
Pese a buscar estar ajeno a su entorno, este se obsesionaba en invadirlo. Allí sentado, escuchaba de trasfondo, las historias de quienes compartían asiento con él o viceversa. Historias de amor, con sonrisas pícaras en labios y miradas. Historias de desamor, donde las lágrimas de dolor se batían en duelo con la rabia, impotencia y en ocasiones con el odio. Historias de disputas familiares, herencias, celos… Historias de reuniones de trabajo, donde parecía que él formaba parte de las partes implicadas. Etc…
Un día, mientras se encendía un cigarrillo, una mujer de unos treinta años, más o menos, se sentó en el otro extremo del banco. Permanecía oculta tras el teléfono móvil. Contaba a su interlocutor su historia. Su padre la había abandonado cuando era pequeña, y los años habían pasado sin saber de él. Aunque su tono era tranquilo, no por ello maldecía a lo largo de la conversación, la cobardía de su padre por abandonarla. De pronto se giró, y aunque él permanecía mirando a otro lado, ella se sintió incómoda, se levantó y se marchó de allí. Él se volvió y se quedó mirando como aquella mujer se marchaba. Aquella historia, aunque no fuera la suya, bien podría serlo…
Tras un rato, se percató de que aquella joven había dejado olvidado sobre el asiento del banco una pequeña bolsa. La dejó allí, y la mujer no volvió. Así que la tomó, y al mirar dentro pudo ver un cuaderno, usado por los pos-it de colores que asomaban entre sus páginas. Cerró la bolsa, y la guardó.
Al día siguiente, Martínez, le hacía compañía en el banco. Hablaban de los cotidianos temas del día. De algunas mujeres que pasaban ante ellos, etc.
Martínez y él estaban inmersos en una acalorada conversación, cuando una mujer se puso frente a ellos. Al girarse ambos, la joven de la tarde anterior estaba frente a ellos.
La mujer preguntó al hombre que había visto la tarde anterior, por una bolsa que creía haberse dejado en el banco. Su rostro suave, ligeramente redondeado, blanco, media melena rubia, y unos grandes ojos celestes. Su tono era cordial, melodioso, tierno.
Él extrajo de su chaquetón la pequeña bolsa y se la entregó a la joven, diciéndole que efectivamente se había marchado olvidándola en el banco. La mujer, sonriente, le dio las gracias, pues con las prisas, no se acordó de coger la bolsa, explicó. Le dio las gracias nuevamente y se marchó.
Él permaneció mirando a la mujer mientras se alejaba. Martínez, al verlo ensimismado, pensó que su amigo se deleitaba pensando que sería su acompañante o algo más. Así que con su peculiar sorna, compartió su pensamiento con su amigo. Este, sin dejar de mirar a la mujer, se incorporó, y mientras se abrochaba el chaquetón, respondió a la acusación de Martínez.
─¡Ojalá, amigo! ¡Ojalá, este anciano pudiera tomarla de la mano y pasear junto a ella! ¡Ojalá pudiera besarla! ¡Ojalá me abrazara! ─Decía mientras se giraba.
Se encendió un cigarrillo y dispuesto a marcharse en dirección contraria a la que llevaba la joven, dijo.
─¡Ojala, Martínez! ¡Ojala pudiera disfrutar de su belleza, de su compañía, de su cariño… ─Guardó silencio por unos segundos.
─¿Cómo no querer disfrutar de una mujer así? –Martínez sonreía maliciosamente- ¿Qué padre no quiere disfrutar de la vida de su hija?
Martínez, casi se atraganta con el buche de cerveza.
─¿Sabes Martínez? –El otro permanecía inmóvil-
─Los hijos son obligados a juzgar el cariño por su padre ausente, con los prejuicios de los adultos, en vez de dejarlos sentir como niños.
Se alejó en silencio, como siempre lo había visto irse. Martínez, no supo qué decir. Había visto a padre e hija, tan juntos y tan lejos a la vez. Dos extraños. Quizás ambos sabían quién era el otro. Quizás su amigo era un cobarde por no abordar a su hija. Quizás el destino era más cruel de lo que él recordaba.
─ ¡Papá! ¡Abuelo! ─Martínez volvió a la realidad al reconocer aquellas dos voces.
─ ¡Papa, vamos que se nos hace tarde! Mamá nos espera para celebrar tú día.
Al levantarse y mirar a su hija, con su nieta en brazos, Martínez tenía lágrimas en los ojos. No dio tiempo a que su hija le preguntara, se fundió en un abrazo con ellas.