Cartas de una sombra
José Antonio Córdoba.- Huellas mborrables
Conforme uno se hace mayor, aunque solo sea de cuerpo, te vas dando cuenta del camino recorrido, por ejemplo, hasta el momento del presente artículo.
Si tuviera que citar en cifras la de personas y personajillos que he conocido hasta hoy, mi memoria no daría abasto. Siempre he criticado a mi mente por su falta de memoria, pues a lo mejor, si no se hubiera vuelto tan distraída, mi devenir hubiese sido otro.
Pero un día, ella -mi mente- cansada de mis continuos reproches, decidió abrir solo unos centímetros la puerta de mi memoria, esa que tan celosamente cuida y guarda bajo llave. Y sinceramente, lo que vi me aterró.
Una vida de recuerdos se fugaron, inundando mi tranquila cabeza. Y ella rió, alentándome a volver a mirar, pero simplemente agaché la cabeza y me fui.
Hoy, aquí sentado frente a la pluma y el cuaderno, pienso que he sido injusto con ella -mi mente-. Cuando era un niño de seis o siete años, mi mundo hacía algunos años que había estallado, reducido a cenizas y escombros.
¿Cómo sobrevive un niño entre los escombros de su mundo?
Sinceramente, no hay mundo, basta con imaginar una ciudad o un pueblo que ha sido bombardeado, no una, ni dos, sino cientos de veces. Así vive el niño que habita en mi. Un niño, donde su mente, le enseñó a olvidar; le enseñó a vivir sin nadie a su alrededor; a vivir sin conceptos como la amistad, el cariño y cuando el amor hizo acto de presencia, a los bombardeos constantes se sumó un gran terremoto. Mi mente hizo como venía haciendo desde pequeño, recogió todos los pedazos y los guardó en ese lugar, que hoy custodia.
¿Por qué, no me dejas entrar? Le pregunté.
Ella tomó mi corazón, lo acarició y simplemente dijo: «Si lo hiciera mi pequeño, no sobrevivirías. Pues pese a la oscuridad que te abruma en tu día a día, sigues cuerdo, sigues adelante, aunque no veas el camino. Yo le respondí que ya había bajado a mi infierno, caminado entre las llamas eternas y aquí seguía. Mi mente, sonrió, ¡No pequeño! Al infierno te arrojaron, y gracias a mi olvido, hoy las llamas eternas no te devoran, ¡Mírate! Soltó mi corazón y dando mil vueltas a la llave de la cerradura de mi olvido, se volvió nuevamente a mi y dijo:¡Mírate, pequeño!, mírate!
Agaché la cabeza y mi cuerpo era devorado por las llamas del Infierno, sin embargo, estas más que devorarme, hacían un baile indescriptible sobre mi piel. Mis manos, todo en mi arde, pero no me consume.
Así que, aquí sigo, caminando dejando huellas imborrables de mi presencia en un lugar que muchos llaman mundo, mientras que para mí se asemeja al Infierno de Dante…