Volviendo a la isla. Nos controlan. Polonia
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- Irse a Varsovia con este frío y en estas fechas es cuando menos arriesgado. Pero siempre he sido un aventurero, lo que sucede es que disimulo bastante bien esos atavismos y también es cierto que la edad me ha sedentarizado y me ha vuelto muy previsible. Pero necesitaba un cambio este año que ha terminado hace nada, un desapego de lo que uno considera primordial. Un salto, como si dijéramos, al vacío.
Ya sé que Varsovia no es Uganda y que, aparte de los fascistas polacos y del puto virus pandémico, los peligros de esa bonita ciudad son equivalentes a los que pudiera uno constatar en cualquier otra urbe europea.
Uno de esos peligros, por ejemplo, en cualquier ciudad española es escuchar por las calles como un tedeum asfixiante las voces blancas de los niños cantando villancicos y dando el coñazo con esas edulcoradas melodías al transeúnte. Y, sin embargo, en Polonia, cuando lo escuchas desde los altavoces que colocan junto al árbol gigante de navidad de la plaza del castillo, te suenan esas armonías a música clásica.
También es verdad que uno no entiende una palabra de polaco y casi todo lo que escuchaba por allí, si era música, me sonaba a clásica o a intenso folclore, a oberek y a fanfarria danzarina. Lo mismo lo que yo imaginaba que eran hermosas coplas tradicionales, no eran más que tonterías del estilo de Malú o de alguna de esas cantantes de ahora. Para mí Malú es moderna, así que ya pueden imaginar en qué año me quedé en eso de las preferencias musicales.
Debo decir que, por este motivo, mi breve escapada a la Europa profunda, la semana pasada falté a mi cita con todos vosotros, oh inmensa minoría. Creo que está justificada mi ausencia y seguro que pudisteis sustituirme por algún otro articulista de aquí o de allá, que los hay a cientos y muchos bastante buenos.
El avión salía el día treinta de diciembre a las siete y cuarto de la mañana y a las once ya estaban mis carnes morenas en el aeropuerto Varsovia-Chopin.
Como el centro de la ciudad se encuentra a unos diez kilómetros, decidí coger un taxi, uno de esos celestes que deambulan casi siempre vacíos por la ciudad, porque los polacos gastan poco, acostumbrados todavía a esa austeridad del comunismo real y van casi todos en el transporte público.
A mi familia, que aceptó a regañadientes este viaje solitario mío, les dije que hicieran lo posible por no sustituirme por otro, aunque los haya por ahí muy buenos y solventes, como los articulistas, pero no tienen ni mi gracia, ni la familiaridad con la que estando conmigo podrán manejarse. Les dije, en fin, que iban a ser solamente tres días y que iba a estar casi todo el tiempo enganchado al móvil preguntando cosas – ¿me echáis de menos? ¿qué estáis comiendo hoy? – y mandando fotos; en el aeropuerto, en la entrada de la casa de pensión (bastante acogedora, dicho sea de paso) en La Ciudad Vieja, la “Starówka” con sus casas de colores y sus cafeterías medio en penumbra, que comprende uno la melancolía de Czesław Miłosz, de un tirón. El nobel polaco escribía de esas calles y esos barrios de esta forma:
Sí, es verdad, nadie comprendió la sociedad ni la ciudad,
Los cines Lux y Helios, los letreros de Halpern y Segal,
El paseo en la calle de San Jorge, llamada de Mickiewicz.
No, no los comprendió nadie. Nadie lo ha logrado.
Pero cuando la vida transcurre en una sola esperanza:
De algún día ya sólo quedan claridad y distinción,
Entonces, muy a menudo, da pena.
Intenté hacer un recorrido turístico cultural por esas calles, mirar la majestuosidad de las estatuas de los poetas, pero los simpáticos taxistas polacos, viéndome solo y perdido y muerto de frío, sólo me acercaban a las puertas de los cabarets, unos, y a mirar iglesias góticas, los otros.
Sabe dios cómo pronunciaba yo esos lugares. Incluso cómo los escribía, porque esa era otra, en Polonia no te creas que hay una cobertura móvil como aquí, en Sanlúcar, por mucho que digan los muchachos modernos del barrio bajo que esto es el culo del mundo. Pues en Varsovia, casi todo el tiempo, dos rayitas de cobertura en el móvil.
En la casa de pensión empecé a sentirme solo y perdido, la verdad. Estaba agotado de patear calles, ya se sabe que los que más andan por las ciudades son los turistas y los carteros. La pensión era realmente una casa particular, que el anfitrión, simpatiquísimo, había convertido en casa de hospedaje.
Cuando a duras penas le expliqué que era de España y que buscaba una especie de retiro en su negocio, me empezó a llamar Pepe. Al principio no te creas que me gustó mucho, pero cuando estás en el quinto pino sin conocer a nadie y echando de menos el calorcillo andaluz, que un polaco te llame Pepe te enternece y te dan ganas de darle un abrazo al polaco y a su oronda señora, que preparaba unos dulces maravillosos.
Jingle bells , Pepe, Jingle bells …me decía la señora que parecía salida de una comedia de Witold Gombrowicz, con su bandeja de ambrosías buscándome en el único rincón del jardincito en el que daba un poco de sol, un misérrimo haz de luz que me traía – llevaba en Varsovia seis horas- recuerdos de mi tierra, como a los emigrantes.
Polonia. El invierno. La soledad, casi un fotograma de una película de Ponlanski, pues así yo, solito y castizo en esa ciudad hermosa, pero más arisca con el visitante que un gerente de una macro granja cárnica con la visita de un inspector de sanidad.
Quitando a Lukasz, mi anfitrión y a Eva, su mujer. Sí, sí, cómo iba a sustraerme al chiste y cuando pagué la cuenta y me marché le dije “Hasta luego, Lucas…” como Chiquito de la Calzada. El dijo Ciao, Ciao Pepe…porque ya no se acordaba si era español o italiano.
Del día treinta y uno mejor no hablo. Me comí las uvas en la plaza Copérnico. Me abrazó un doble de Lech Wałęsa y me dio un beso, sin mascarilla ni nada, una muchacha borracha como una cuba con un gorrito con borlón de papa Noel.
Llamé diez veces a mi casa y no me contestaba nadie. Luego sí, cuando ya se habían hartado de bailar y desearse feliz año nuevo con los amigos y las personas que uno quiere, empezaron a contestar, pero ya era tarde, ya estaba yo en la cama acurrucado y con un frío que como digan otra vez que el de Sanlúcar es el frío más grande del mundo, es que me cagaré en ese chovinismo climático patrio.
Y así fue la nochevieja y por eso no escribí mi artículo la semana pasada. Ahora en Google y en el móvil y en el Facebook, no paran de mandarme tonterías sobre Polonia, hermoso país en el que jamás estuve. Nos controlan, es verdad, con los microchips y toda esa mierda, pero mira que el fácil despistar a estos vigilantes. Ale…a espiar a otro.