Volviendo a la isla. El pollo y la vida

Articulos, Cultura, Gallardoski

Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- La mujer me ha visto primero. Le ha hecho una señal al marido como diciéndole; mira este. 

El buen hombre que hasta ese momento miraba hacia el horizonte de espejos del establecimiento cual si anduviera avistando la tierra prometida, ha agachado exageradamente la cabeza para sumergirse en los mensajes y las novedades que el teléfono móvil parecía de pronto anunciarle. 

Ella no, ella ha mantenido la mirada como retándome o qué sé yo. 

Como estábamos todos en la carnicería y sintiéndome observado por esa mujer, pedí la vez no mirándolo a ellos, únicos clientes junto conmigo, sino a uno de los de la plantilla de carniceros. La mujer resopló, porque pensaría que uno era idiota. Y el marido creo que fingió recibir una llamada importante, porque a este no lo llaman ni del banco para cobrar, y empezó a decir sí, sí, exagerando las eses, como los rusos (malditos) cuando hablan español. O los ucranianos (benditos) cuando hacen lo propio.

Para no tener que seguir jugando a ese juego de sinuosidades y disimulos, me puse a mirar los machetazos (ya sé que no es un machete el cuchillo que usa el carnicero para sus despieces) que propinaba uno de los empleados sobre el cuerpo sin cabeza de un pollo. 

Cortázar decía que el campo es ese lugar por donde se pueden ver pollos todavía con cabeza. 

El pollo decapitado guarda pese a la decapitación cierto equilibrio estético. Será que nos hemos acostumbrado a esa figura de tanto verla, será que la congelación de la carne no suscita los remilgos que un cadáver nos pudiera producir. Será que tampoco aporta tanto al planeta la cabeza de un pollo y que no son tan bonitas como las de, por ejemplo, un ciervo. O un ruiseñor por hacer comparación avícola. 

El muchacho, como digo, se ensañaba con los huesecillos del pollo al que imagino que en algún lugar del matadero le habrían extraído las vísceras y a saber cómo y con qué fuegos le habrían quemado el plumaje. De pronto, la masa compacta que formaba el pollo se había multiplicado y aquí había un muslo de apetitosa pinta y allá una alita (la otrora ala que les permitía alzar su triste vuelo de unos metros y así, como medio asustados siempre y sin donosura ninguna. Que te haya dado dios alas y el don del vuelo para esa mierda…)

La pechuga tenía peor pinta, pero tampoco es que diera asco ni nada. 

Yo también iba a comprar un pollo. Como esos dos. 

Ella siempre me dice que me olvide de afrentas y miserias del pasado y que mire hacia adelante. Yo creo que lo hago bastante bien. Pero no era mi culpa, como dicen los chiquillos, que esos dos no parasen de hacer visajes con las caras y de mirar de soslayo hacia mí. 

Ella también me había encargado la compra. Un pollo troceado y sin piel. Así lo dije nada más llegar a la carnicería, todavía sin haberme percatado de la enojosa presencia que voy contando:

– Hola, buenos días, quería un pollo troceado y sin piel. 

No pudo contenerse la mujer y dijo por lo bajini: ¡Sin piel!… ¡Sin pellejo! Que parece ser es la forma correcta de pedirlo. 

Me corregí al instante, porque llevaba esa mujer razón, mucho más bonito “sin pellejo” que es como lo escribiría Galdós. Sin piel sería cosa de la escritura de, pongamos, Javier Marías. El carnicero repitió a su vez: 

¡Un pollito sin pellejo y troceado para el caballero!

Y no sé por qué razón, esa forma de pregonar la comanda me puso de buen humor, mira tú qué tontería. También es verdad que me acordé otra vez de ella y de lo de la reconciliación y el perdón y todo ese lío en plan zen. 

Como no tenía nada que hablar con ellos y el marido seguía haciendo tonterías, ahora mirando uno por uno los precios de los vinos que en una pequeña bodeguilla allí se ofertaban, dije; 

Qué día tan bonito se está poniendo hoy, ¿verdad fulana y mengano? Y ahí sí me atreví a dirigirles directamente a ellos la palabra y la mirada más beatífica que pude poner. 

La mujer me volvió a lanzar una de las suyas, de sus miradas de esas flamígeras y el marido casi cae una fila de vinos riojas sobre las que andaba trasteando. 

-Anda, cóbrame que tengo bulla- apostilló la mujer al dependiente sin mirarme ya ni de reojo. Al marido le dijo: Papá, venga que nos vamos. 

Como yo ya estaba pasándomelo francamente bien y los machetazos sobre el pobre pollo en lugar de soliviantarme o sugerirme cualquier tipo de violencia me parecían una especie de percusión siniestra, pero acompasada, como la música de Black Sabbath, todavía me animé a despedirlos: 

¡Vayan ustedes con dios! Dije, exasperando la cortesía.

Nada, ni palabra, ni un saludo. Deja que llegue a casa y se lo cuente a ella para rebatirle lo del buen rollito. 

Mi pechuga, la de mi pollo quiero decir, fue en ese momento golpeada con gran destreza por el carnicero. Sonó como el final de una ópera atonal y moderna. Zas. No sé si acierto con la onomatopeya, pero casi todo el mundo sabe como suena un hachazo (ahora es un hacha, anda, anda) cuando cae sobre un pollo. Y tras el golpe certero, el carnicero se puso de mi parte, menos mal, porque un hombre armado siempre es un hombre armado, y exclamó mirándome con complicidad: ¡Qué siesos! Pues eso. 

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