Volviendo a la isla. Viva la sanidad pública

Gallardoski

Juan Gallardo «Gallardoski».- Francisco es de Espera, un pueblo de la provincia de Cádiz que como tantos otros arrastra una historia que arranca en el paleolítico y transita hasta la actualidad, con sus visigodos, sus musulmanes y todas las sangres, razas y pueblos que por la tierra han vagado en la fantasmagoría sangrienta del pasado.

Francisco no es tan viejo como su pueblo, pero me dice que es el segundo más viejo de su pueblo, Espera. Noventa y cuatro años. El otro cumple en septiembre 98. 

-Pero dónde va a parar de como estoy yo, a cómo está él- subraya, ufano. 

Es verdad, Francisco está en plena forma. La celadora ha querido sentarlo en la silla de ruedas y él ha dado un brinco, mientras afirmaba: 

-Yo estoy ligero, señorita. ¿No me ve?

A mí también me han sentado en la silla de ruedas. No es que me hiciera falta, pero me divertía ese paseo. Antes, me han indicado que pasara a un pequeño cuarto de baño para ponerme una de esas batas que le ponen a uno en los hospitales. 

-Para que no se manche usted el polito, caballero- me ha advertido la misma celadora. En un hospital, cuando empiezan a utilizar con uno el diminutivo malo, me dije a mí mismo.

Esas batas de paciente con las que te caracterizan para que nadie te confunda con un célebre cirujano, para que todos sepan que eres un usuario deambulando cagado de miedo por los pasillos, son un disfraz de enfermo, y yo lo sé. 

Cuando te dan esas batas, te debes atar dos lazos; uno a la altura del cuello y otro a la altura más o menos de la cintura. Te la pongas como te la pongas, el resultado será ridículo. 

Con las manos yo sé hacer pocas cosas, pero de las que peor me salen son los nudos. Así que cuando salí del aseo, me presenté ante el personal del hospital con el lazo del cuello bastante bien, una moña, un lacito. Pero el de la cintura se había soltado, de manera que iba con el torso desnudo (aclaro aquí que llamo torso a esta desesperanza de michelines y estómago cincuentón) Iba, para entendernos hecho un cromo, como un superhéroe grotesco con su capa. Así quiso subrayarlo una de las celadoras: 

-Usted no se ha puesto una bata, se ha colgado una capa. 

Y, además, para mi desgracia, en la sala se habían juntado cuatro de ellas, hablando de sus cosas de celadoras. Enseguida, la que debía ser responsable de mi custodia, ha corrido hacia mí, amablemente, para decirme que iba a intentar arreglar mi torpe desaliño indumentario. Yo creo que se sentía culpable. Casi todas esbozaron una sonrisa nada más verme. Una de esas sonrisas que las mujeres esbozan y dicen más que un tratado de mil páginas sobre el patetismo masculino. Más aún, cuando afirmé para quitarle hierro a mi estampa: ¡Aquí está Superpaciente Man! Haciéndome el gracioso. 

Francisco se había puesto, pese a sus noventa y cuatro años, de puta madre el camisón. Miraba hacia arriba, hacia los lados, escrutaba la cantidad de aparatos que nos rodeaban a los dos y suspirando, acabó diciendo: 

¡Poco pagamos! 

Pocas veces ha oído de una manera más clara una defensa del estado del bienestar y del sistema público de salud. Yo no sé si es poco, pero la verdad es que el esmero, la destreza, el afecto y el rigor profesional que uno ha podido constatar en su visita para una intervención quirúrgica (un bultito, una cosa de nada, esperemos) valen mucho. Y con gente que no pasaban en su mayoría de los treinta y cinco años. Hay esperanza amigos, hay una generación que entiende que los cuidados y la medicina están íntimamente ligados a la empatía y al respeto. 

El sitio donde yo me esperaba una carnicería y un trato como de ganado en el matadero, se convirtió gracias a la comprensión- a mí en un quirófano hay que aguantarme- el tacto y el empeño en que los disturbios en mi cuerpo fuesen lo menos dolorosos y molestos posibles, en un lugar apacible. Un lugar donde cada una de las personas que me atendieron derrochaban amabilidad y, en algún caso, incluso dulzura. 

Yo preguntaba todo el tiempo esto para qué es, qué vais a hacer con esas agujas, por qué has cogido ese bisturí tan gordo, ¿sobreviviré a esta experiencia extrema? 

Durante la intervención, me pusieron una especie de pegatinas en el costado. Ya a esas alturas me lo contaban todo: 

-Mira, Juan, esto es una especie de toma de tierra, porque te vamos a operar con bisturí eléctrico. 

Yo, por seguir con los super héroes, le dije a la doctora cuando me preguntó ¿qué tal? que me sentía como el mismísimo Iron Man. 

Y mientras en mi carne se hincaba ese bisturí abriendo el futuro de una cicatriz y brotaba la sangre colorada (que, por supuesto yo no miré ni un instante, pero la sentía correr por mi brazo como un hormigueo siniestro) Hacíamos bromas y a mí me dio por hablar, venga a contar cosas, a defender el sistema público, a brindarles mi apoyo a las mareas blancas y a las mareas en general. 

Dice mi hermano que esa locuacidad un poco loca, a veces es consecuencia de la anestesia. 

No está mal, anestesiado soy un tío guay y más simpático que el hijo que pudieran engendrar entre Rozalen y el Kanka. 

El lugar donde he conocido a esta gente estupenda es el hospital general de Jerez de la frontera. La doctora que me intervino, Cristina. Una dermatóloga que, haciendo honor a su especialidad, se deja la piel en su trabajo. 

Las enfermeras y celadoras no me dijeron sus nombres, pero sí me dijeron su manera de entender un curro que tantas veces es desalentador y poco reconocido. 

Yo me miro en el espejo los puntos de sutura y me alegra haber estado en tan buenas manos. Ni siquiera el leve dolor que siento me quita el agradecimiento.

 Por cierto, Francisco se tomó tres vasos de zumo de manzana en la sala de recuperación, en el tiempo en el que yo me bebía un vasito de agua. Poco pagamos…

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