Volviendo a la isla.Un suspiro
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski»
Para Salvador y Carmina y su generosidad.
El lunes me invitaron a participar con mi guitarra en un homenaje. Se trataba de una suerte- más bien de un amago- de fiesta post mortem que le hacían unos amigos a otro amigo, recientemente fallecido.
Leandro, que así se llamaba el homenajeado, había querido que fuese así la evocación de su figura; una fiesta, un brindis por la vida que él ya había consumido trago a trago, canción a canción, beso a beso…
Yo no sé qué quiero para ese día. De momento quiero que tarde mucho- ese día- morirme si acaso de aburrimiento de tantos años y de tanta vida. Tener la cabecita bien (mejor que ahora, vamos) y que los huesos no me atormenten demasiado.
Mirar con los brazos cruzados en la espalda a los operarios jóvenes, decirles que tengan cuidado que allá hay una tubería, no sea que la desgracien con su vigor obrero. Ponerle nombre a las palomas en la plaza y posar al solecito con un vino mientras leo bellos poemas de Juan Ramón Jiménez:
“Yo me moriré, y la noche/ triste, serena y callada,/ dormirá el mundo a los rayos/ de su luna solitaria. /Mi cuerpo estará amarillo,/y por la abierta ventana/entrará una brisa fresca/preguntando por mi alma”
A pesar de la buena voluntad de los oficiantes, la fiesta no era una fiesta. Hizo uno lo que pudo, tratando de insuflar humor al acto que no podía dejar de ser un poco (o bastante) fúnebre, nos pusiéramos como nos pusiéramos.
La muerte es una porquería, de hecho sus despojos, los despojos que quedan tras el fin, son en sí mismo una porquería. De ahí el empeño de las religiones en los enterramientos, las piras, la incineración…lo que sea que permita quitarse pronto de en medio la atroz evidencia de la finitud y de la corrupción de la carne.
Lo único que salva a la muerte, toma ya oxímoron, es el recuerdo que queda, pero el recuerdo pertenece al territorio de los vivos. Hace poco me dieron un premio (seiscientos ochenta eurazos) por un micro relato donde contaba la historia de un tío que era compositor de epitafios. Los tenía para todos los gustos; creyentes, agnósticos y ateos. El de los creyentes era: “La muerte no debe ser considerada un fin en sí mismo” El de los ateos; “Aquí no hay nada, más allá tampoco”
¡Anda que no iba a contar este, de matute, lo del premio! Estará ya murmurando el tonto de siempre.
Cuando salí del homenaje, cargado con mi guitarra como en los viejos tiempos y con la noche cayendo sobre mis hombros, como caía la noche entonces, cuando salíamos de los garitos en los que habíamos cantado para diez o doce personas lo mejor del repertorio, pude tocar otra vez ese cristal de soledad que chorrea una helada de tristeza. Por eso le digo siempre a ella que me acompañe a los bolos, porque charlamos de cómo ha estado el asunto y nos comemos- si nos han pagado- alguna tapa por ahí y nos olvidamos de todo.
La gente sí que comía y bebía en las terrazas, abrigadas ya para combatir el rigor del otoño. Parejas cogidas de la mano paseaban y el vagabundo alemán de la calle ancha hablaba más solo que nunca a la indiferencia de un cajero automático por el que se ve que tiene cierta querencia.
Estuve tentado de tomar una cerveza en alguno de esos bares en los que tantas veces hemos dicho, cuando nos contrataban;
“Buenas noches, vamos a cantarles bonitas canciones de amor y de rabia”
Pero me contuve, no fuese que alguien me reconociera y me hiciera desenfundar la guitarra, como a los forajidos del salvaje Oeste, para ver las muecas de mis viejas coplas.
–Canta la dela Cenicienta , Gallardoski.
Y yo sólo pensaba- para qué me dejas solo, rubia- en el arrojo de los kurdos que están siendo puteados con la saña de la geopolítica del espanto y la hipocresía de mierda de esta melindrosa Europa, en su fuerza y en su lucha por la vida, en su esperanza. La misma fuerza e idéntica valentía que tuvo el africano que, como yo con mi guitarra, va cargando su mercancía en una bolsa de plástico de cuadros, con asas y cremallera, para volver al cuchitril de alquiler donde se hacina con seis o siete más hermanos de su raza. Los dos volvemos de la barahúnda, buscando la paz y el descanso. Pero él es joven y fuerte y yo soy…bueno; lo que soy. Un hombre de mi edad, volviendo solo a casa por la noche un lunes tras un recital, deseando echarse en el sofá y contarle a ella que la cosa, bueno, que ha estado bien, pero que ha sido un poco triste y que era inevitable esa tristeza. Puede, con algunos ajustes, ser esto el comienzo de una novela de estas modernas que hay ahora.
Una novela de la vida que hay que llenar de aire, porque es un suspiro.