Volviendo a la isla. Patrimonios

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Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- Realmente nos acostumbramos a todo. Véanse estos dos años de locura pandémica, lo que hemos cambiado. Cuando veía yo a un japonés pasearse por Tokio con una mascarilla, pensaba “anda que no están locos estos nipones” y mira ahora. 

Nos acostumbraremos a los postizos que les pongan a los edificios históricos y a poco que pase el tiempo formarán naturalmente parte del entorno. 

Es decir; se convertirán en históricos ellos solos, con la ayuda del paso inexorable de las décadas sobre el  ladrillo. Pero da un poco de pena que se pierdan los emblemas arquitectónicos de la ciudad en la que vivimos. 

Mira uno el palacio de Orleans y lamenta su ruina. Los puntales que lo sostienen con una contumacia espectacular desde hace ya demasiados  años, forman parte del entorno, del propio palacio apuntalado. Es como José Saramago, que siempre nos pareció viejo. Saco aquí al novelista portugués por hacerle un pequeño homenaje en su centenario, aunque no venga mucho a cuento. 

La ciudad es un organismo que respira unas veces con sus habitantes y otras, ay, contra sus habitantes. Cuando lo hacen juntos;  ciudad y personas llamamos a esta nomenclatura “Ciudades habitables” 

Cuando ambos elementos caminan por la vida enfrentados empezamos a rascarnos la cabeza y el desastre urbanístico nos conduce directamente a la melancolía. 

El equilibrio entre progreso y conservación del patrimonio es delicado y necesita de la inteligencia de los próceres y de la audacia de los técnicos que los acompañan. 

Hay veces que los próceres no son muy inteligentes, en serio, aunque no se lo crean ustedes. 

Cuando esto es así, cuando los líderes de la aldeas son un poco memos, deberían rodearse de técnicos con grandes y lustrosos currículums que suplieran esa falta de inteligencia.

 Pero es muy raro que nadie acepte que está atontado. Le dices a un tío o a una tía (si fuese eso posible sin cometer un gran pecado) que son feos y pudieran aceptar esa falta de gracia física. Bueno, te dirán, no soy una beldad, pero tú tampoco es que seas muy bonito. Y ahí quedará todo. Ahora como le digas que es más tonto que Abundio, eso ya no lo arreglas. 

Por eso los técnicos y asesores, sabiendo que sus jefes no se consideran idiotas, sino todo lo contrario bastante listos (y algunos bastante guapos) olvidan  los técnicos sus conocimientos adquiridos tras duros años de preparación y estudio y se transforman en una figura muy habitual en cualquier ayuntamiento que se precie y a la que llamaremos, siguiendo las enseñanzas de mi primo Siroco; “Agradaores”

Su labor ya no es otra que agachar la cabeza y extender las alfombras por las que posare el prócer sus piececillos. 

Cuanto más mediocre sea el político, más necesitará de los “Agradaores” ante cualquier disparate que se les ocurra. Y vaya si se les ocurren, otra cosa no, pero disparates…

Así, hubo una vez una lumbrera municipal que tuvo la idea de tapiar el paseo marítimo. Ocurrió esto  fue allá por la segunda mitad de los años ochenta y mientras otros muros caían por la Europa del Este, nosotros, siempre cañís y atrevidos, decidimos levantar un tabique que separaba el horizonte de la ciudad.

 Esto podrá sonar a broma, pero quien tenga cierta edad lo recordará. Afortunadamente se levantó el pueblo, no el muro,  y se evitó el desastre, pero estuvimos a nada de perpetrarlo.

Hasta el año dos mil siete, cuando la crisis económica zarandeó a pueblos y ciudades con toda la crueldad con que el mundo financiero sabe decir aquí mando yo, Sanlúcar era un archipiélago de obras. Rara era la mañana que no se demolía una casa centenaria para levantar un bloque de apartamentos y en cada calle había un cartel con la leyenda “Cortada por obras” 

Los constructores bridaban con su manzanilla que era rayito de sol en la plaza del Cabildo, cada vez más gordos y cada vez más compinchados con los urbanistas municipales y con los delegados del ramo. La corrupción ha caminado siempre de la mano de la barbarie urbanística y de listos aviesos y de tontos útiles.  

 La verdad es que, siendo rigurosos,  a la gente en general no le importaba mucho que el pueblo lo estuviesen cambiando a cachos, porque no les iba mal. Los oficiales de la construcción condujeron enormes automóviles y los peones trabajaban sábados y domingos para terminar la piscina en la parcelita. 

Estaba todo el mundo tan contento por haber entrado por la puerta falsa en el estado del bienestar, que cuando unos pocos nos organizábamos para protestar por lo que considerábamos la destrucción de Sanlúcar, les faltó corrernos a garrotazos por las empinadas sendas de la cuesta de Belén. 

¿Quién iba a suponer que se iba a ir todo al carajo? Cualquiera.

Cualquiera menos los sucesivos equipos de gobierno y sus sucesivos “Agradaores”

 Los constructores gordos lo sabían también. Por eso corrían tanto para levantar sus babeles de confusión y hacían sus bellaquerías con alevosa nocturnidad cuando era necesario unas veces y otras chantajeando al barrio pobre con cuatro farolas, o hinchando de langostinos frescos como el poniente a los mandamases. Te vamos a dejar el pueblo guapo, guapo, firma ahí, chaval.  

Iba uno a otras ciudades y pensaba: ¡Qué bien, esta ciudad está ya terminada! 

Pero aquí no. Aquí el progreso era un socavón, una casa del siglo XIX convertida en escombros, otra fuente de principios del XX transformada en sombrilla de un negocio hostelero. Aquí el progreso era un desprecio muy grande a todo el que objetara que, hombre, que la identidad, la historia y hasta la tradición. 

Y es que cuando los conservadores que no quieren que nada cambie en lo moral, social y laboral, apuestan por volver  a llenarse los bolsillos con la especulación, el destrozo y la falta de respeto a la propia historia, se cambian la camisa azul por una camisa celeste y se nombran a sí mismos “Liberales” 

Hemos visto de todo, quizá más de la cuenta y esto nos ha ido arrastrando al escepticismo que es, como se sabe desde Cioran, la elegancia de la ansiedad. 

A ver si vamos a tener que ser nosotros los que defendamos al final, oh paradoja,  la elegancia de los palacios. Porque para asaltarlos no tenemos ya cuerpo.

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