Volviendo a la isla.Parte meteorológico y el ying y el yang

Gallardoski

Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- Una parte del cielo se había enlutado (qué negra la otrora bóveda celeste) la primavera tiene que desplazar con esfuerzo los últimos mensajes del invierno, porque no quiere este irse del todo, nadie quiere irse del todo de este mundo. Ni el suicida que deja notas, no tanto para eximir de culpa a algún sospechoso, como para quedarse, siquiera como un recuerdo siniestro en el mundo, en la vida. Pues así; el invierno. La otra parte del cielo, sin embargo, hermoseaba azul, con blancas nubes navegándose a sí mismas, bellísimas. 

En la frutería, una señora decía con gran convencimiento: ¡La que va a caer, va a ser chica! Mientras miraba las cajas de frutas como si estuviesen todas esas frutas podridas. 

Otra señora, sin embargo, le decía a quien quisiera escuchar (la pesimista, yo y la frutera) que no, que no se esperaba lluvia para esta tarde. Y que venía clarito, allá, por el infinito horizonte. (Lo de infinito lo he añadido yo, pero creo que ella lo habría suscrito. Y de regalo un ripio) 

Me dije; hete aquí la gran disyuntiva humana. El misterio del carácter y aún diría uno, el misterio de la existencia. Una mujer que mira y suspira, porque sólo percibe la angustia de la borrasca. Otra que, mirando al mismo cielo, suspira llena de esperanza. 

Me apliqué para ver cómo reaccionaba doña Óptima a la exposición de frutos, verduras y legumbres. Todo le parecía bastante aceptable, salvo las naranjas que, para ella las naranjas eran demasiado pequeñas. A esta objeción la frutera contestó con gran seguridad que sí, que eran pequeñas pero que tenían mucho más zumo que las gordas. Eso bastó para convencerla:

¡Ah, qué bien, pues si es así me vas a poner tres kilos! 

Doña pésima, sin embargo, fiel al arquetipo que ella misma ha ido creando, miró de reojo, sin entrar en tertulia, pero como diciéndome a mí; 

-Ja, mucho zumo dice, a mí con esas milongas. 

No sé por qué, me dio coraje que la triste pensara que yo estaba de su parte. ¿Me habría visto cara de existencialista, de amargado? ¿Parezco un capullo yo también y de tanto parecerlo, me iré avinagrando con los años hasta convertirme en el viejo cascarrabias que alguna vez me han predicho medio en serio, medio en broma, que terminaré siendo? 

Para dejar clara mi apuesta por el positivismo filosófico y por el principio de razón suficiente que rige, según Leibniz, la composición del mejor de los mundos posibles, dije a la frutera: 

-A mí me va a poner otros tres kilos de esas mismas naranjas, por favor. 

La señora Pésima me miró un poco sorprendida. Pero en plan; otro tonto que se ha camelado la dependienta. 

La escena transcurrió de idéntica forma con las patatas. ¿Son buenas? ¡Las mejores! Y con la chirimoya. ¿Están dulces? ¡Como el caramelo! 

Doña Pésima compró quejándose de la inflación con mucho ímpetu, unos mangos que consideró demasiado maduros y un kilo de nueces que le parecieron pequeñísimas, pero hija, si no tienes otras, qué voy a hacer. 

La frutera, como veía que yo no le quitaba ojo a la compra de doña Pésima, porque estaba haciendo mis sofismas y mis cosas, me dijo que si quería unas nueces yo también. 

Le dije que vale y me advirtió que eran pequeñas porque no es tiempo de nueces. Y yo, ya metido en mi papel de buen tío, subrayé que me gustaban así, pequeñitas, tal y cómo la que ella tenía en su puesto. Hasta la señora optimista me miró un poco sorprendida, no sin antes añadir jocosa y pícaramente que el tamaño tampoco importa…tanto. 

La verdad es que las nueces eran una pena, pero mi experimento, llamemos así a esta tontería, debía continuar. 

Solté, al llegar a casa, la bolsa con los tres kilos de patatas, una Chirimoya, medio kilo de nueces y las naranjas de zumo. 

-¿Para qué has comprado todo esto, si lo que te mandé fue a por un bote de aceitunas sin hueso para la ensaladilla? Me preguntó ella, sin mucho interés, porque sabe que mis compras suelen ser bastante erráticas y ya no se enfada ni nada. 

Le he dicho que era una cuestión de principios, una apuesta por la alegría frente al mundo cenizo que nos vomitan desde los medios de comunicación. Yo sé que la cosa está mal, ¿cuándo estuvo bien? Y me sé lo de la guerra y la locura y las pandemias y las ruinas que acechan a los nuestros. Pero también sé que hay una fruta dulce y jugosa que merece la pena morder, como hizo el padre Adán, que prefirió la inclemencia del mundo real y la belleza de Eva, a la abulia de un paraíso donde se está calentito y seguro, pero no se es libre. 

¿Todo eso por unas patatas y una chirimoya? Me ha preguntado, tras mi cháchara, mientras fuera, en la calle y tal y como predijera doña Pésima, ha empezado a caer una manta de agua que daba miedo. 

Mirándola ahora a ella, me empezaba a sentir frustrado en mi epistemológico estudio sobre el comportamiento humano en las fruterías, obligado a darle la razón a aquella que vio sólo la tormenta y no los claros de la borrasca. Pero se ha arreglado todo cuando ella me ha dicho:

¡Qué me gusta la lluvia los días de fiesta! Pues ya está. Ahí esperanza.

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