Volviendo a la isla. Naranjas
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».-Cerca de la estación de autobuses y rumbo a la playa hay unos cuantos naranjos. Ella me ha pedido que le haga el favor de coger una o dos naranjas agrias del árbol para un guiso que quiere preparar. No me acuerdo de qué guiso se trata, me parece que van a ser unas coliflores que a mí me gustan más bien poco. Pero eso es lo de menos; lo importante ha sido ir a la recolecta como el hombre de las cuevas iba en busca del oso cavernario para procurarle sustento y abrigo a la familia.
No creo que esté prohibido este esquilmo callejero. Aunque quién sabe, hay tantos ministerios, tantas delegaciones y tantas concejalías a tutiplén, que, a falta de otra cosa, algo tendrán que hacer y el ser humano tiene tendencia, cuando se aburre y se siente poderoso, a hacer lo peor, lo más feo. Por ejemplo; prohibir por prohibir.
Alguien dejó dicho por ahí que a los treinta minutos de haberse levantado cada día, ya había infringido cuatro leyes. Uno no tanto, que ya tiene una edad, pero sí; hubo un tiempo en el que el vigor con el que amanecíamos tenía algo casi delictivo.
Si está prohibido- lo de coger naranjas de la vía pública, cual si esta fuese verdaderamente pública y patrimonio del transeúnte- lo siento mucho, señor delegado de las frutas agraces. Además, no creo que por semejante nimiedad me empaqueten, aunque mira tú a Pablo Hásel, por unas canciones. O al Lute en su tiempo; por unas gallinas.
Ha sido bonito echarles un vistazo a las naranjas que pendían de las ramas y elegir aquella gorda, o esa otra cuyo azahar empieza ya insinuar el esplendor del que gozará en la primavera.
He cogido una gorda y una pequeña, porque si llevo a casa dos naranjas gordas ella me dirá que para qué las he cogido tan gordas, que las pequeñas son las que están verdaderamente preñadas de néctar y de zumo. La convivencia de una pareja se basa en estas certidumbres, en respetarlas y a la vez, en infringirlas un poco, por eso una gorda y una chica. Para seguir siendo uno mismo, pero sin obstinaciones ridículas, sin necesidad de ser un pelmazo.
En las manos se me ha quedado como un perfume natural el olor de las naranjas. Voy paseando y me las huelo como un tarado y a cada ingesta de aroma más comprendo los motivos de aquella mitológica tribulación de Hércules cuando se vino desde África para conseguir la manzana de oro de la inmortalidad. Luego tuvo trabajos más peregrinos el pobre Hércules, como aquel de sacar a pasear al perro de tres cabezas, de nombre Cerbero y con domicilio habitual en el puto infierno. Pero qué gustazo se pegó Hércules comiéndose en un risco su manzana dorada y tomándose un descanso, tras tanto curro hercúleo y tanta diligencia, total; para nada.
Sigo, ahora mismo, embriagado por los aromas y ellos me llevan a abrir los ojos y disfrutar de la luz de este día. Cuánta vida hay en cada rincón de la ciudad, qué pulsión cotidiana que permite que el mundo siga y que gire y gire el carrusel del tiempo. Si no eres un holgazán y te levantas temprano, puedes comprobarlo cuando está todavía desperezándose el día. Los tenderos que charlan con los repartidores, las señoritas de las agencias inmobiliarias y de las peluquerías apurando sus cafés antes de abrir el negocio, los paseantes descubriendo otra vez algo nuevo en el regalo del horizonte que vienen a visitar casi a diario.
Y los gatos callejeros mirándote mientras, de puntillas, haces equilibrios para robar dos naranjas, sabiendo ellos que de un salto felino estarían en el árbol, como los tigres. Sí, les digo yo, sí, mucho salto, pero a ver si sois capaces de hacer el guiso de coliflores con naranjas agrias. Y los dos gatos que andaban por allí, me han mirado como si me conocieran de toda la vida, como diciendo; mira éste, como si supiera él cocinar algo.
Ella está en su trabajo. Yo, porque es sábado, ando de descanso y pormenorizando esta anécdota, porque no quiero pensar en las personas de Ucrania, ni en las del África negra, ni en las de Afganistán. Menos todavía en las personas de los partidos políticos que se lo están pasando pipa con las últimas y perecederas controversias.
Ahora, que he “cocinado” este artículo, me dispongo a quitar el fregado de la noche y a recoger la ropa, que el sol, tan piadoso con nosotros en esta tierra, ha secado ya.
Luego me sentaré en la terraza a leer y a escuchar un poco de música y cogeré la naranja gorda- a la que ya casi he adoptado- y la pondré en el velador donde apoyo el libro, las gafas, el bolígrafo por si las notas, y los auriculares con los que escucho la música.
Acariciaré su redondez casi perfecta y volveré a olerme las manos y suspiraré- lo más seguro- pensando cómo sería el mundo si la gente se conformara con esto. Quién cojones iba a irse a Ucrania a pegar tiros, o a Siria a pelear con el ISIS, de saber lo que yo sé este sábado.