Volviendo a la isla.Madurez
Juan Antonio Gallardo » Gallardoski».- Un conocido, lector de estos artículos (sí tú, tampoco hay muchos más) me dijo que notaba en mi escritura una madurez que antes echaba en falta. Esto debió ser un halago. Yo qué sé, uno no pude fiarse nunca de lo que le dicen, porque siempre hay un “pero”
No sé qué es la madurez. Seguramente tendrá que ver con la prudencia, con no decir lo primero que te viene a la boca cuando algo te incomoda. Total, la madurez sería saber callarse. Qué decepción.
Puedo aparentarla, madurez, rigor, control sobre mí mismo y mis manías. Pero en el fondo yo sé que nada, que sigue el niño lenguaraz dando guerra por ahí dentro. Esto lo constato no porque yo mismo me dé cuenta, sino porque hay quien me dice “anda que podías haberte callado esto o lo otro” Y es cierto, pero de hacerlo ni yo sería yo, ni mi casa ya mi casa, como en el poema.
Por eso habrá que buscarla en otros síntomas. Una de las señales podría ser esta manía de levantarse a las claras incluso los días festivos, ducharse y hacer tiempo para que abran los del bar de la esquina. Desear buenos días al personal que anda colocando todavía las mesas de la terraza y enojarse levemente si hay algún intruso que ocupa nuestro rincón diario.
Si no es así, si han respetado nuestro espacio, sumergirme en el teléfono móvil mientras nos ponen el café solo y el vaso de agua y leer un poco a la buena de dios los cuatro o cinco titulares del día; las bombas, la bamba del congreso que hay que tener un poquito de gracia y alguna otra cosita para soportarla, la barbarie de las eléctricas, las fluctuaciones del mercado, los aguijones de la crisis y al final, los dos o tres articulistas que, a uno, por lo que sea, le siguen haciendo gracia. Millás, Aramburu, Vilas…Considero que esta lentitud a la hora de enfrentarse a la mañana es algo parecido a la madurez.
También lo es no animarnos a montar un grupo de rocanrol teniendo guitarra, amplificador y un poco de destreza musical. De chiquillos los montábamos sin nada de eso; sin instrumentos, sin saber tocar y sin equipo de sonido. Poco importaba, porque teníamos en nuestros corazones el arrojo y el fuego y los cojones y la inconsciencia y la chulería de decirnos a nosotros mismos músicos, sin saber afinar una guitarra.
O que nos llamen para participar en una función literaria y en vez de sentirnos halagados y una mijita reconocidos, tengamos la sensación de que lo más seguro es que el poeta titular esté con el COVID o recogiendo una flor natural en Salamanca, impar ciudad cuna del conocimiento, y que ese es el motivo de que hayan tirado de nosotros, los del banquillo.
También tendrá que ver con la madurez o lo que quiera que sea esta mierda, que nos compremos una camiseta de los Beatles y justo en la cara del gran George Harrison, surja una especie de flemón vergonzante que no es sino nuestra incipiente panza que desmiente con su voluptuosidad el afilado rostro del más místico de los de Liverpool.
O que, si vamos a la librería y vemos a un jovenzuelo comprando un libro de, pongamos Max Aub, nos entren unas ganas tremendas de adoptarlo y llevarlo a casa para contarle cuándo, cómo, en qué circunstancias descubrimos nosotros a ese escritor.
También se detectan de la madurez sus asomos en que contamos muchas veces las mismas historias. Cuando uno más joven nos lo dice; ya, ya, eso ya me lo has contado, sentimos la saeta certera de la edad clavándose en nuestro pecho.
Los coetáneos no nos lo decimos. Es más, actuamos con gran delicadeza y hacemos como si aquella trapisonda que nos relatan fuera para nosotros un descubrimiento. Pero los jóvenes no sienten esa obligación de cortesía.
En lo literario propiamente dicho, la madurez es comenzar a armar un relato, un amago de novela o lo que sea y decirnos muy ufanos: Ea, tengo ya al malo cogido por los hombros. Lo mismo ese malo es un personaje que hemos rescatado de la vida real y aparte de escribir una obra maestra, lo que queremos también es vengarnos un poquito de él. Y de pronto, sin que pueda uno hacer nada por evitarlo, nos empezamos a plantear que muy malo tampoco es, que tiene algunos motivos para serlo, que podía haber elegido ser bueno, pero que para eso necesitaría un par de hervores que no le dieron ni la suerte ni la vida.
Y me voy quedando sin malo de la película. Ahora lo que tengo es un tonto y a ver quién hace un relato, sin que parezca una cosa de mofa y escarnio, con un tonto.
En fin, la madurez es prudencia y escepticismo. Pero no nos engañemos; ya dejó Cioran escrito y uno lo ha repetido cien veces (¿veis lo que digo de la madurez?) que el escepticismo es la elegancia de la ansiedad.