Volviendo a la isla. Hace veinte años
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- A esa pregunta tópica de dónde estabas tú cuando cayeron las torres gemelas en Nueva York, responde uno con cierta pesadumbre; en una oficina, de contable y delante de la pantalla de un ordenador. Más o menos igual que hoy día, veinte años después.
Fue ella la que me llamó por teléfono, de fijo a fijo que era el año 2001 y todavía no había en las casas más móviles que gente.
Todos nos quedamos perplejos, y en aquella antigua fábrica donde la producción sólo se paraba los días de feria y cuando ganaba España algo en las lides balompédicas, se detuvieron los motores y durante unos minutos los obreros permanecieron atentos a la radio que había interrumpido su programación de sevillanas y rumbas, para dar la noticia.
Tampoco es que parasen mucho rato, lo justo para hacer cábalas sobre los miles de muertos posibles, para lanzar alguna diatriba contras los moros y para que algunos, los más maduros, dijeran: “ la que se va liar…”
Me llamaron por la tarde para tomar el café y hacer la tertulia algunos amigos de los de la época; Pepe Luna, con el que quedaba casi cada día para lo de la revolución permanente o algo por el estilo. Cristóbal Puebla, que me daría como casi siempre puntos de vista desprejuiciados y como mínimo originales frente a la vomitera mediática que ya comenzaba a emulsionar por las televisiones y las radios. Mi hermano Javier, que no se creía de la misa la mitad y no sé, algunos más. Se quiere decir que pese al temor que suscitaba en todo el mundo una barbarie como aquella, estuvimos desde esta bonita tierra, como si dijéramos; echando el rato.
Hablábamos de la siniestra locura como si supiéramos mucho de todo, de la vida, de la geopolítica y de la aviación. Yo tenía treinta y tres años, algunos más de los que tiene hoy mi hija, y me creía muy listo. No lo era, o lo era menos de lo que ufano de mí, pensaba. Se encargó el tiempo de demostrarlo y fui de los más tontos del pueblo cuando vinieron mal dadas, pero esa es otra historia.
Hasta aquel momento todo había sido ascender; en el trabajo, en el faranduleo de la aldea. Me llamaban para esto y para aquello, todo el mundo decía que iba a llegar muy lejos y que se notaba que había en mí un poeta del copón y un escritor solvente.
Bueno, ya sé que es mejor ni hacer ni dejar que a uno le hagan promesas. También es verdad que viniendo del puto abismo, de los contornos de la marginalidad, como yo venía, no había otra posibilidad que ascender una miaja, porque bajar más en la escala social era ir directo a la mendicidad o al pillaje.
Ni para lo uno, ni para lo otro teníamos cuerpo y dijimos sí al sistema o a lo que fuese aquello que nos convirtió en ciudadanos normales. De andar por casa.
Vimos unas mil veces, sin exagerar, la caída de las dos torres y todavía hoy viéndolas me quedo como hipnotizado ante la magnitud del desastre.
Ejerce su desmoronamiento una suerte de hechizo misterioso que nos impide dejar de mirarlas. Es como si la civilización occidental se arrodillase vencida ante ¿la locura? ¿el fanatismo religioso?¿la venganza por las guerras y las hambres solapadas de millones de personas condenadas al horror? Yo qué sé.
Como dije, me llamaban de algunos medios de comunicación de la provincia para que dijese algo, lo que quisiera, de por qué pensaba yo que se produjo tamaña desgracia en Nueva York. Y yo soltaba un poco al tuntún lo que se me iba ocurriendo, lastrado siempre por mi andamiaje ideológico de la izquierda solitaria.
El día veinte de octubre de 2001, empecé a escribir una columna semanal en el periódico de Sanlúcar, que todavía tenía cierta gracia, el periódico digo, no la columna. Y no lo digo por mí, lo de la gracia, sino porque era todavía un periódico medio nuevo y se postulaba como semanario independiente, antes de ser abducido por las subvenciones y convertirse en hagiógrafo del dueño del talonario de cheques.
La columna tenía un título representativo del momento: “Planeta Eskoria” Así; con K de kilo, porque había sacado el título de una canción del grupo SK-Pa, también con K de kilo, una insubordinación ortográfica inocente, como casi todas nuestras rebeliones de entonces. La primera de aquellas columnas se llamaba “¿Por qué Eskoria?” Y comenzaba con una cita de “Poeta en Nueva York”
“Yo denuncio a toda la gente/ que ignora la otra mitad/ la mitad irredimible/ que levanta sus montes de cemento/ donde laten los corazones/ F.G. LORCA.-. POETA EN NUEVA YORK
Y continuaba así:
¿Por qué Eskoria? Por nuestro padre que clama sin jamás haber salido de su agujero “Esto se veía venir desde hace tiempo”. Es por nuestro criminal que implora clemencia delante del juez, y que ya no tendrá un juez. Es por la sonrisa asesina del que grita : ¡Vivo o muerto, mas yo tengo mis preferencias! (esto lo puse porque le dijo George Bush, lo demás no lo entiendo muy bien a estas alturas)
Es por el que no duda y por todos los que como él, tan seguros de todo, consideran seria esa representación del mundo: Buenos- malos; Justos- Pecadores.
Es por la cabra afgana que salta en coloridos pedazos, fragmentada. (Esto ya no me acuerdo muy bien por qué lo puse, ni por qué saque una cabra a colación)
Y es por los amotinados en aquella vieja fortaleza de piedra y odio, interrogados por fundamentalistas del mundo libre. Sobre todo es por los amotinados masacrados, por los que en un último resorte de dignidad humana frente al enviado de la CIA eligieron morir de pie, a morir arrodillados. Morir, ya vemos. Morir tan sólo. (Esto lo puse, porque me cabreaba la ocupación norteamericana de Afganistán y ahora me preocupa el abandono de los americanos de Afganistán. Un lío)
En fin, que después de veinte años, sigue uno aquí. ¡Gracias Jesusito de mi vida! Escribiendo y opinando. Menos solemne, más mayor, pero no tan viejo como para pensar que ya no vale la pena, amigo lector que a lo mejor has llegado al final de este artículo, seguir hablando contigo.