Volviendo a la isla. Cómo le corto el pelo

Gallardoski

Juan Antono Gallardo «Gallardoski».- Las dos preguntas básicas en la peluquería son si me voy a cortar a tijera como los maduros o con maquinilla, como los adolescentes que no tienen miedo ninguno a las arideces capilares. La otra es cómo me peino. A la primera cuestión respondo siempre que a tijera, por el amor de dios. Y a la segunda que no me peino, que para lo que va quedando con disimular un poco las entradas ya me doy por satisfecho. 

Una vez resuelto este protocolo, la muchacha que se encarga de arreglarme la cabeza- la zona de fuera, que lo de dentro ya a estas alturas no hay manera- trata de entablar conversación. Supongo que tantas horas en el curro deben llevarse mejor charlando con los clientes. Con las mujeres no tiene problema, porque suelen ser más locuaces y saben tanto como las peluqueras de tintes, mechas y cardados. Con los hombres, al menos con los hombres como yo, que hablan poco y añoran pelarse leyendo el periódico, como en los barrios italianos de Nueva York, resulta algo más complicado iniciar la tertulia. 

Hoy están decorando el negocio que regentan tres chicas jóvenes de una manera envidiable y con gran profesionalidad, para las fiestas navideñas. Ya saben; una guirnalda por aquí, un bola roja por allá y un poco de nieve de mentira que alegremente expanden por los cristales con un espray. Cuando llegue el día ocho de enero tendrán que aplicarse con la limpieza, porque esas nevadas se adhieren al cristal como un recuerdo, con firmeza.

El argumento por el que la peluquera ha querido comenzar es que ya las navidades no son como las de antes. Me sorprende esa fatalidad en una mujer tan joven, porque lo dice como si no pudiera recuperar el tiempo. Le advierto de su juventud y le pregunto si tiene hijos. Se le encienden los ojos para contestarme que sí, que tiene una niña de cinco y un bebé de pocos meses. Pues te esperan, si todo va bien, hermosas navidades que vivirás a través de ellos, pero que serán también tuyas. Te esperan árboles y belenes y mágicas noches de reyes en las que sentirás la alegría del regalo y la belleza de la ilusión de esos chiquillos. 

Uy, qué bonito habla usted. Me han entrado ganas de llorar, me ha dicho agradecida. A mí que se me conmueva el público con mi prédica me ha gustado mucho de toda la vida, pero que se le nuble la vista por una lagrimilla a la peluquera me da cosa, no vaya a ser que me corte una oreja, que es por donde ahora va pasando con gran habilidad el asombro de sus tijeras.

¿Y entonces usted decora su casa por estas fechas? No, desde que mi hija se hizo mayor fuimos perdiendo la costumbre. Eso pasa, todo pasa, amiga. Para ser sinceros, le cuento; todavía ponemos cada año un minúsculo portal de Belén en el mueble paragüero de la entradita. Se trata de una cáscara de nuez, una nuez bien gorda, eso sí, que ha vaciado algún artesano y tiene toda la pinta de un portal, dentro están el niño Jesús, la virgen María y San José. El niño con las manos abiertas, en plan “a ver cómo me trata el universo mundo” y sus padres embelesados mirándolo. José con preocupación y con las pruebas de ADN en el pensamiento. María extasiada y bastante entera para acabar de haber parido, con lo que eso duele y la que se lía a nivel fisiológico. 

La señora del sillón de al lado a la que están haciendo algo que tiene que ver con las raíces. Del pelo, no las telúricas o identitarias, que esas suelen ser un coñazo, ha movido el cuello para mirarme con desaprobación cuando he dicho lo de parir, porque las vírgenes no paren, dan a luz y en todo caso alumbran a un recién nacido. 

Como veo que el tema navideño puede conducirnos a un callejón sin salida, una especie de remake de las conversaciones bizantinas, hago acopio de mi habilidad para alternar y saco un tema que siempre funciona. El virus. Lo enlazo hábilmente con la navidad, pero llevando el asunto a lo sociológico y evitando así lo religioso, que estamos a sábado por la mañana y no tiene uno gana ninguna de amargarle el teñido a la otra clienta, ni la oración dando gracias a la virgencita porque el negocio marcha razonablemente bien, a las tres muchachas aplicadas y trabajadoras de la peluquería. 

Vamos a ver cómo evoluciona lo del virus, veremos si no nos jode las navidades este año. Sueltas, como quien no quiere la cosa, una frase así y la tertulia se anima que da gloria. Hasta una señora que estaba oculta por una cortinilla y en manos de otra de las peluqueras ¿qué le estarían haciendo? Se ha asomado con la cabeza tapada por un gorro de plástico, como esos que usan los sanitarios, para opinar del asunto. Nada de lo que han dicho es original, menos mal, porque los originales con esto del virus suelen ir por el territorio de la conspiración y la fanfarria ideológica. 

Yo, para ponerle un punto de humor a los aciagos comentarios que cada una de mis contertulias va soltando, he dicho que el que tenía un pelazo que no veas era Fernando Simón. ¿Fernando Simón? Han dicho dos de ellas, precisamente las más jóvenes. ¿Quién era ese, que nos suena mucho? La señora del gabinete oculto- creo que ahí les arreglan las uñas de las manos y de los pies- sí se a acordado y lo ha definido de manera harto eficaz: Sí, mujer, Fernando Simón, el que salía…

En eso ha quedado ese hombre. En el que salía (que mejor que no salga más, dicho sea de paso, porque significará que las cosas van a mejor) 

Me he marchado de la peluquería yo creo que bastante bien. No sin antes recitarles quedamente aquello de Machado: El vano ayer engendrará un mañana/ vacío, y por ventura, pasajero.

Anda, qué bonito. Ha dicho una. Mira qué poeta él, ha exclamado la otra. Y la señora de las mechas, volviendo su cabeza hacia mí que ya estaba en el mostrador pagando la cuenta (con propina, que uno está chapado a la antigua) ha preguntado: ¿Eso es un villancico, hijo? 

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