Volviendo a la isla. Cenizas
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- La señora habla con un inusitado desparpajo y está su charla llena de matices, de pausas y de pequeñas y pedestres metáforas que convierten su conversación en una humorística conferencia, entretenidísima.
Yo, por lo general, cuando alguien habla en la barra de los bares, en las colas de los bancos, en las ágoras fugaces de la vida ciudadana, suelo ponerme los pequeños auriculares que llevo encima, para evadirme de los lugares comunes por donde, de costumbre, suelen transitar esas charlas.
La queja ciudadana, la pequeña indignación por la lentitud de los gestores comerciales, las grandes indignaciones de la actualidad por esto o por aquello, o la última y sufrida hazaña deportiva de Rafel Nadal o del Real Madrid. Prefiero el silencio, la verdad. Y en su defecto la música. Me lo sé casi todo y por las pintas, casi siempre acierto, a quién o a qué echarán la culpa de las ruinas los paisanos. Y las paisanas.
Pero esta mujer tenía, como si dijéramos, chispa literaria. Lo que contaba no era nada del otro mundo- como yo cuando escribo, que también me parece que tengo bastante chispa algunas veces- y, sin embargo, mantenía embelesados a todos los que junto a ella y no tan cerca, podíamos seguir el hilo de su historia.
Parece que la mujer guardaba desde la muerte de su marido una urna en la que habían depositado las cenizas del finado. La urna, a falta de un sitio más solemne en su casa y debido, así lo contó ella, a que en el dormitorio no iba a dejarlo entrar- al esposo fantasma- la había colocado en una de las repisas de la cocina, justo al lado de algunos botes donde guardaba el café, las especias y el cola cao.
-Pues el sitio es del dormitorio, le decía una de sus contertulias, más para embromarla que como consejo.
–Anda, mujer, ya estuvo bastante en el dormitorio ese (ese era el muerto) y para qué, para hacerme una barriga detrás de otra. A la cocina, a la cocina, que allí no entraba más que para ponerse hasta las cejas de comer.
Se ve que las domésticas cuitas que se tienen en vida, ni la muerte las resuelve.
La mujer narraba, como digo; con humor y alejada de cualquier intención ceremoniosa, que sus nieto, sabiendo que en uno de los botes se guardaba el cola cao y siendo el tierno infante aficionado a este sabor de chocolate untado en el dedo, no tanto mezclado con la leche, solía andar por allí siempre trasteando.
–Con la leche no hay forma de que se lo tome, pero hija, como coja el bote se engolosina como un loco con el polvo de chocolate. Subrayaba. Veremos si no sale este niño drogado o algo
Y la peña reía la ocurrencia, porque no había ni un ápice de desprecio en nada de lo que decía, ni siquiera con el pobre marido difunto, que ya sabíamos que debió ser un zampabollos y un hombre ardiente en la cama.
Pues bien, el chiquillo, el nieto, sintió la curiosidad de saber qué contenía aquel otro tarro- la urna funeraria- que asomaba por la más alta repisa de la cocina y era mucho más lujoso que el resto de los botes y que se parecía algo a los jarrones que su abuela tenía por otras zonas de la casa, pero que estaba cerrado por arriba y disponía para su apertura de una especie de borlón de cuerda trenzada.
La urna, la cuerda, el misterio de su contenido, que forzosamente el muchacho tuvo que asociar a algún tipo de ambrosía medio prohibida, impusieron su hechizo y mientras la abuela le preparaba a su hija, la madre del curioso, unos recipientes con comida.
–Porque muy independientes y mucho yo tengo mi vida con mi pareja en mi casa, pero cuando el bichillo que tienen en la panza les canta, bien que vienen a ver si pueden llevarse unos tapers para la semana. Y, qué quieres que te diga, a mí tampoco me cuesta trabajo.
Esas conclusiones de sus razonamientos: A mí tampoco me cuesta trabajo, anulaban todo el posible reproche que pudiera intuirse de lo expresado anteriormente por ella misma. Digamos que era una mujer verdaderamente simpática.
El muchacho a esas alturas ya había destapado el tarro de las esencias y había metido su dedo índice, como era su costumbre con el cola cao, para catar el sabor de su contenido.
-¡Ay, hijo de la gran puta niño! ¡Que se está comiendo al abuelo!
Esa fue la admonición con la que la señora terminaba su relato, mucho más fresco y encabalgado que mi modesta transcripción.
La parroquia, lógicamente celebró la historia con risas, casi con aplausos y con muchos “desde luego, lo que a ti no te pase” y algunos “es que eres la hostia, Pepa”
Yo también tuve que reírme y no era para menos. Era una desacralización espontánea de todo lo sagrado resuelta en minutos.
Después, ya solitario y camino de la playa para lo de mi paseo y todo eso, reflexionaba uno sobre la vida y la muerte. Sobre el supuesto poso de recuerdos que anhelamos dejar cuando ya no estemos ni aquí ni en ninguna parte. Sobre la insoportable levedad del ser, claro.
Y asumimos con melancolía cómo siglos de devoción religiosa, de temblorosos misticismos y de fantasmagorías de ultratumba, pudieran ser implacablemente condenados al esperpento, a la anécdota, cuando no al ridículo, en cuanto la vida sigue, continúa su camino de alegrías y quebrantos y un niño viene a chuparse el dedo confundiendo los restos de su abuelo con la golosina del presente.