Volviendo a la isla. Calzada jonda
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski» .- Cuando se celebró el concurso de cante jondo de Granada en 1922, Lorca tenía veintidós años. Su implicación en aquel festival condicionó para siempre su poesía como demostraría más tarde con su “Romancero gitano” (1928) pero sobre todo con el “Poema del cante jondo” escrito mientras preparaba con Manuel de Falla el concurso que sigue marcando uno de los primeros acercamientos de la –así llamada- alta cultura a este género considerado hasta entonces menor y patrimonio casi exclusivo de los gitanos.
De eso hace prácticamente un siglo y continúan todavía los rostros de los hombres y mujeres consagrados al flamenco expresando la misma angustia cuando cantan, el mismo desgarro estético al bailar, idéntico equilibrio entre pasión, compás y templanza al toque de guitarra.
El flamenco es, sigue siendo, una música de perseguidos. Como el blues, como el jazz cuando era negro. Llenará teatros y nos alegra que así sea. Y pisarán los cantaores alfombras rojas de vez en cuando, y tal vez vuelen en primera a Nueva York y a Tokio, pero esa noche negra (la noche más larga que la muerte, que cantaba Juan Moneo “el Torta” ) de la que viene su ancestral “quejio” no ha cicatrizado. Ni puede hacerlo, porque es jonda, muy jonda la vieja herida de la que el cante surgió y surge todavía.
Este equipaje genético se manifiesta de bellísima manera en las fotografías que estos días se exponen como parte de la bienal de flamenco en la calzada, gracias a la exquisita sensibilidad de la fotógrafa jerezana Claudia Ruiz que ha compuesto una suerte de fantasmagoría de personajes que parecen posar desde el pasado, mirando todos ellos a un incierto futuro.
Cada una de las fotografías de Claudia, cuenta una historia, establece un diálogo con el que las observa, y todas tienen en común además de la pericia y la sensibilidad de la fotógrafa, un halo de misterio; el que poseen las personas cuando se ha vivido, cuando se conoce la fortuna y el desconsuelo, el éxito y el fracaso.
Una melancolía que interpela al paseante, una pregunta que parecen hacerse cada uno de los artistas retratados, un ¿qué va a ser de nosotros? Que finalmente nos conmueve.
Pasear por la calzada y entablar conversación con ellos y ellas, mirar fijamente y sin pudores el pecho descubierto y tatuado de Stoniano y enjuto Diego Agujetas, ha sido esta mañana de sábado un ejercicio poético de una intensidad a ratos abrumadora. O el retrato de Manuela Carrasco, la bailaora gitana del barrio de Triana, que es como ser bluesman, llamarse Robert Johnson y haber nacido en Misisipi, con ese perfil casi egipcio y la mirada fija en algo que parece entristecerla o, como mínimo, desasosegarla. Impresionante.
Podríamos evocar las viejas fotos de Billie Holiday, las de Chet Baker o las de Charlie Parquer, y encontraríamos analogías con las que aquí se exponen del “Capullo de Jerez” o de “Pansequito”
La elegancia de los príncipes de la jarana unas veces, la coquetería otras y en algún caso trajes que aspiran a usurpar el humilde origen, pero que siempre parecen prestados, para la foto, para la gala, para la entrevista.
Otras veces estragos de las adicciones y de la marginalidad. Pero como digo; siempre una vida contada a través del instante detenido, dibujado como un currículum vital por el retrato.
Mira que ha dado uno la lata con lo de las fotografías y las exposiciones a las que es tan aficionada esta delegación de cultura. Pues bien, esta mañana me hubiese gustado felicitar personalmente a alguien de la citada delegación, por la exposición tan hermosa y por lo bien que, según me cuentan, se está desarrollando la Bienal. Con el virtuoso Diego Villegas la excelencia estaba garantizada, pero además me dicen que cada artista (encima con especial atención a los de la ciudad) ha demostrado su maestría y su buen gusto. Así que nada, no me duele en prendas, qué me va a doler a mí eso, soltar mi enhorabuena. Lo cortés no quita lo coñazo. Y, en fin, por el acierto de elegir estas fotografías de Claudia Ruiz.
Los gitanos, según cuenta, no querían ser retratados a principios del siglo XX porque maliciaban ellos que la fotografía robaba el alma del modelo. Robarla no sé, pero mostrárnoslas con toda su poesía y su crudeza sí lo ha hecho. Y así lo cuento.