Volviendo a la isla
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».- Me asomo y echo de menos la primavera, y todavía anda uno barajando esta melancolía sin precauciones, cuando cruza la espalda oscura del cielo amanecido un fulgor, un rayo de luz que desmiente el recogimiento y la pereza.
Ea, pues vámonos a la calle y si se tratase de una treta de la meteorología esta luz, y al final me caerá el chaparrón encima, que pase lo que tenga que pasar.
A la calle, a la calle, que se apulgaran el entendimiento y el ánimo como la ropa húmeda que se guarda en los armarios.
Estamos de fiesta, la fiesta del libro. Su día. Haré una pequeña inspección por el kiosco de la plaza. A un lado han puesto los de un euro. Allí Valle-Inclán, Lope, Juan Carlos Onetti…en ediciones tristísimas. Al otro lado los grandes éxitos de otras épocas; Isabel Allende, Rosa Montero, Sánchez Dragó…en fin, estos a dos euros, más que nada porque son gordos y pesados, dicho sea esto sin otro ánimo crítico que el descriptivo de su volumen.
Y algún curioso se me pone delante, tapándome la visión de los libros, como si fuese él a encontrar esa pequeña joya con la que sólo te tropiezas en estos tenderetes de libros viejos. Le permito el placaje, al fin y al cabo, de no ser porque el muchacho que lleva el kiosco cambia cada día el orden de sus libros, me sabría casi de memoria la merca que oferta. Vengo mucho a mirar. Casi a diario.
Me llevo pocas veces libros, pero si yo tuviese treinta años menos y no tuviese en casa varios miles de ejemplares, este kiosco sería una pequeña orgía de placeres ilustrados.
¿Cómo empezó todo? Yo lo recuerdo muy bien; fue gracias al libro complementario de lenguaje en la antigua EGB que se llamaba “Senda”
Allí leyó uno por primera vez la Oda Triunfal de Álvaro de Campos, heterónimo del inmenso Pessoa y allí nos quedamos seducidos para siempre por la dolorosa luz de las grandes bombillas de la fábrica, el verso con el que comenzaba la oda.
Y en el “Senda” descubrimos que existían unos seres llamados cronopios y otros seres llamados Famas que habían poseído al escritor Julio Cortázar. Y leíamos con delectación al señor Miguel Ángel Asturias y al señor Enric Ibsen y descubríamos cómo podría el viento helado marchitar la rosa, con Gustavo Adolfo y cómo resultaban tener de plomo las caravelas y por eso no podía llorar los de la guardia civil española, cantados por Federico.
Cada tarde, a la salida del colegio, me llevaba a escondidas ese libro de fragmentos canónicos de la literatura a casa, escondido. Porque no nos dejaban sacar los libros de la clase, porque en las casas se estropeaban o se perdían o se vendían, que había de todo en los años oscuros.
Lo metía de contrabando en la maleta con hebillas del año de la polka, para sumergirme tras la merienda en su lectura. Dylan Thomas, Camilo José Cela, Juan Ramón Jiménez (Platero, ¿tú nos ves…?) André Bretón con su casa de Ives Tanguy, donde se entraba sólo de noche, con la lámpara tempestad, con el aserradero tan laborioso que ya no se le ve. El surrealismo, las vanguardias, los clásicos, el dibujo a dos tintas de Segismundo encadenado en su celda pidiéndole a los cielos respuesta a su castigo. ¿No nacieron los demás? Pues si los demás nacieron ¿Qué privilegios tuvieron que yo no gocé jamás? Y finalmente un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor que nos hizo pasear por una lengua que asumimos para siempre como patria y única bandera.
Así empezó todo. Y la lectura y la pasión por leer cambió mi vida. No es que vaya uno por ahí diciendo soy la hostia, pero al menos gracias a este ejercicio vital al que he consagrado lo mejor de mi tiempo, puede uno ir diciendo en sanluqueño cañí que gracias a los maestros no soy un “mama hostias”