Volviendo a la isla

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SOLILOQUIO

Un hombre lleva o blande, el palo de su sombrilla como una lanza. Ha decidido que hoy no se queda sin su cacho de arena y se ha venido a montar la custodia como un centinela del asueto. A las siete y media de la mañana. 

En la playa a esa hora y tratándose de un sábado, por más que sea verano,  estamos los de siempre y las gaviotas, que creo que son también las de siempre. La gorda, la solitaria y la impertinente del graznido que, se me da a mí, que será de las más nuevas, por lo de la arrogancia y las aspiraciones  de la juventud. 

El guardián de la parcelita no abre la sombrilla que yace ahogada en la arena por un cordón de vivos colores. Mantiene sólo el palo entre sus brazos en actitud de guerrero en calzones, ocupando la playa. 

Lleva una gorra con los colores de la patria y una camiseta con una leyenda hortera referida a la ingesta de cerveza, una de esas serigrafías que vistas en el torso del modelo que sale en internet son chispeantes y alegres, pero puestas sobre las abultadas prominencias de otros estómagos, producen gran melancolía, cuando no malestar estético. 

Piensa uno que ya que ha conquistado ese Perú, podría sentarse cómodamente en la butaca, que también anda plegada y tirada de cualquier modo con el resto del avituallamiento y ponerse a leer o algo. O a escuchar a Federico Jiménez Losantos o al otro del bigote y la voz de doblador de Gary Cooper de los años cincuenta. 

Pero nada, el buen señor debe pensar que cuando se viene a sufrir a un sitio hay que hacerlo con estoicismo y rigor. Y ahí se queda, mirando a la nada y desafiando a nadie. 

Más tarde vendrán su mujer, su hijo y su nuera con los víveres. También su nietecillo, con el que está deseando darse un baño en la orilla y disfrutar como un niño, él también, del descanso de las olas, de la espuma de los días de vacaciones que parecen volar, de rápidos que transcurren. 

Esto de la escritura es un lío, iba a hacer un poco de burla de los tristes afanes de este hombre, de su rictus de enfado ante la posibilidad de que alguien viniera a usurparle su pedazo de playa, y sin embargo; a medida que voy intimando con “mi personaje” porque ya hace un rato que dejé de verle a él y ahora estoy imaginando a otro que siendo el mismo ya no es lo mismo, me va cayendo bien, me cae ahora de puta madre, pese a la radio que pueda escuchar, que, por otra parte: ¡Yo qué cojones sé la radio que escucha!  

Porque esa es otra: esa conjetura de Jiménez Losantos y el atildado de la voz tronante que sigo sin recordar su nombre, esa conjetura decía, la ha suscitado la gorra con los colores de la enseña nacional. Un prejuicio como otro cualquiera. 

Yo llevo hoy puesta una camiseta de Jimi Hendrix y tampoco es que Hendrix sea el guitarrista que más me gusta. Pero la camiseta es chula y también le quedaba de lujo al modelo de la página web. De cómo me queda a mí tal vez hable en un próximo poema, que será una endecha desconsolada. 

Ahora pienso que ese hombre ha hurtado unas horas a su merecido descanso para regalarle a su familia el mejor rincón de la playa. Sobre todo a su nietecillo, con el que va a construir un castillo de arena del copón. 

Añado aquí que la hipótesis del nieto está bastante consolidada. Junto a la sombrilla y la butaca plegada, había una bolsa de malla que contenía cubos, palas, rastrillos, moldes para hacer almenas de castillo, un molde también para hacer estrellas de mar. Una fiesta escultórica para abuelos y padres y nietos alucinados por la magia de colores. Y por la magia del mar. 

Mi amigo playero, lo pienso ahora, puede que se mostrase con tan hostil gestualidad, porque andaría muy escamado viendo el escrutinio al que andaba yo sometiendo su territorio. Los poetas cuando nos ponemos con nuestras mierdas no pensamos en nada ni en nadie, sólo en la posteridad de la obra. 

Me han dado ganas de volverme y explicarle la cosa; 

Mire usted, si lo miraba tanto y tan fijo, no es que sea yo un rival que pretende quedarse con lo que ya, por derecho natural, es suyo durante este día por lo menos, ni porque sea un hombre homosexual al que ha conquistado con su indumentaria y esté buscando plan para esta mañana, es que resulta que soy poeta lírico, mire usted y, si bien al principio me poseyó un efluvio quevedesco de escarnio y cinismo, he ido luego consagrándome a la virtud, a la compasión Galdosiana .

No lo he hecho, lo de volverme, porque hay veces que el remedio es peor que la enfermedad. Y porque no tenía tiempo, como mi amigo Félix, del bar la herrería, que me contaba cómo  cuando el cura le abroncó por querer bautizar a su hija, para que hiciera la primera comunión  y  el cura le afeó esto de querer el pack sacro al completo y  el hecho de que, además, mi amigo  no se había casado todavía por la santa madre iglesia. Mi amigo tabernero, le contestó tranquilamente, con su habitual parsimonia “padre, es que no he tenido tiempo” 

Por cierto, hablando de la Herrería, me he acordado de cómo se llamaba el locutor que habla como si se hubiese tragado el micrófono, con rever. Carlos Herrera. 

Y ahora, para terminar, me pregunto cómo han venido a mi folio Carlos Herrera, Losantos, la Herrería, Galdós y Quevedo, entre otras muchas cosas. Uno sabe cómo empieza el discurso, pero ignora cómo va a terminar, salvo que usemos abruptamente, a lo loco, la palabra Fin. 

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