Volviendo a la isla

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Iglesias crepuscular

Gallardoski.-Produce la ceguera para con uno mismo hasta cierta ternura. Nos preguntamos si es posible que no se dé cuenta de que sus dones antiguos en el territorio de la dialéctica suenan hoy más falsos que un euro de madera. Si de verdad no es consciente de que casi toda la izquierda está de él hasta ahí.  De la derecha mejor no decimos nada.

Tonterías ha dicho a punta pala,  vale, quién no a su edad y sin estar sometido a esa exposición pública que, por otra parte, le gusta tanto y  lo pone más cachondo que unos azotes a una presentadora tontita de cuyo nombre siento no acordarme. Pero también ha dicho algunas verdades como puños. 

Es el tipo de hombre que puede aglutinar en torno a sí mismo todos los reproches.  Cuando grave,  mitinero y solemne,  por espeso en esta época de gansadas bajas en calorías morales.  Cuando conciliador y moderado, por avieso y maquiavélico. 

Sus enemigos y detractores tienen con él donde agarrarse para ponerlo fino. Su elocuencia lo ha traicionado muchas veces y hay que tener en consideración que pertenece a una generación cuyas vidas están expuestas casi al minuto en ese mundo paralelo al mundo real que es internet. Sí, amiguitos, el mundo real es ese donde hay que comer, beber y follar ajenos a la exasperación onanista de las redes.

Recuerdo viendo las culebras que le salen por la boca a más de media España cuando se refieren a Pablo Iglesias que hubo otro de similares virtudes o defectos,  según se mire. Era el llorado Julio Anguita. Ridiculizado hasta la exageración por toda la mediática apisonadora del grupo PRISA. 

Acuérdense los más talluditos del baile, de aquel muñeco del quijote alucinado con el que lo burlaban que tenía como sensata escudera a Cristina Almeida, porque se había empecinado el califa en la redundancia del programa,  programa,  programa. Tres veces,  como los golpes de sangre que tienen los toreros antes de morirse.

Pablo está batiendo todos los récords de inquina y desafecto. Y lo curioso es que los dardos envenenados le llegan muy inoculados del cianuro por la derecha extrema y el extremo centro, pero tampoco se salva de su buena dosis de cicuta por la otra orilla. 

Digan lo que digan,  el tipo ha tenido los Santos cojones de poner colorada la cara al poder en tres o cuatro ocasiones. Y cuando digo poder no aludo al triste envanecimiento de un político fugaz que actúa,  en definitiva, como el jefe de negociado de aquellos que verdaderamente mandan. Ese señalamiento, el extremo centro democrático y la derecha extrema no se lo van a perdonar nunca, como nunca le perdonará la Cayetana a Carmena que sus tiernos infantes tuviesen que ver una cabalgata de reyes magos que parecía el desfile del día del orgullo gay.

Por la izquierda emancipadora le dan también con fuerza y cuanto más escorada más fuerte el garrotazo. Los inmaculados que no han gestionado en su vida otra cosa que el kiosco de chapas y camisetas estampadas con el Ché mirando al infinito como un Cristito verde olivo, por reformista y cobarde. Y los social demócratas con sus ansias de convertir el mundo en un sucedáneo de Suecia dibujada por la factoría Disney por extremista y coñazo.

A mí, qué sé yo, me desconcierta y cuántas veces habré buscado el mando de la tele nada más verle asomar la mítica coleta por la pantalla para cambiar de canal y poner siquiera la teletienda. 

Y sin embargo es ahora, cuando todos le dicen que no, que no quieren juntarse con él, cuando es real el peligro de una Trumpista alelada y castiza convertida en princesa del filo fascismo cursi,  precisamente es ahora cuando mejor me cae este hombre. Este crepuscular sujeto que, nos pongamos como nos pongamos, no parece abducido más que por su vanidad, pero desde luego no por las poltronas y las prebendas. 

Eso, tal vez, sea lo que más fastidia a sus múltiples y voluntariosos verdugos. Lo harán bueno sus contrarios. Al tiempo.

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