Mudanzas y rescates
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».-Boletín de calificación académica
Me he encontrado con un cuaderno de notas escolares. Hay que ver, han pasado cuatro décadas- el tiempo que duró la dictadura del general Franco- y pareciera que fue ayer cuando me las dieron. El tiempo es relativo, y más cuando le atañe a uno mismo.
El colegio había terminado. Cursábamos octavo de la EGB y yo había llegado a casa con un boletín de notas excelente. Tampoco te creas que me hicieron muchas fiestas por los resultados académicos. ¡Anda, mi niño, qué listo es! Y poco más.
Hay que añadir a esto que, desde los nueve años, yo mismo firmaba mis notas y ponía en el espacio de: “Firma del padre o tutor” el nombre del mío que no podía firmarlas, o no estaba, o mejor era no decirle nada, no fuese que comenzase a fantasear con que su hijo era un puto genio y otras tonterías de ese jaez. Imitaba su rúbrica, metía la boleta en la cartera y a otra cosa.
Ese último año escolar, no había bajado del notable y -francamente- no me explico cómo pude en matemáticas y “física y química” haber alcanzado aquellas calificaciones tan brillantes.
Los exámenes me salían bien de pura chamba y cuando se me enquistaba un concepto matemático, pongamos las ecuaciones de segundo grado, sufría muchísimo, porque yo quería comprenderlo todo y era muy consciente de que si alguna base, por lo que fuese, se te escapaba en esta, aparentemente árida materia donde todo el conocimiento tenía carácter de aprendizaje sucesivo, se complicaba muchísimo seguir adelante. Es decir; si no aprendías a restar, cómo cojones ibas a aprender a dividir.
En definitiva, que las abstracciones que se resuelven sobre sí mismas, precisan de conocimientos previos y alguna equis, alguna incógnita, algún dígito elevado a su tercera potencia- qué bonita manera de llamar a un número multiplicado por tres- se me había diluido por los reinos de Babia, que, por otra parte, era donde uno estaba la mayor parte del tiempo.
En lo otro sí, lo otro se me daba de lujo. La Historia, la geografía, el francés, las sociales, la religión…qué bueno era uno en eso, quizá porque mis cuestionamientos, impertinentes muchas veces, estimulaban la vocación del cura que venía a darnos las clases y quería, el buen hombre, recuperarme para la fe con cuentos espirituales y patrañas dogmáticas. O porque le molaba aquel flaquito tan sensible, pero tan
descreído, que con los curas nunca se sabe. Pero no, hago memoria y me parece que aquel hombre era heterosexual y fijo que tendría, para sus desahogos del celibato, como tantos otros curas, sus novias beatas. Seguramente lo pasarían en grande en esa turbidez del pecado y las caricias prohibidas del confesionario. ¿Quién censura eso en un hombre todavía joven como él mismo era? La hipocresía y la martingala moral sí.
Las alegrías inguinales, no. Creo que la mejor manera de ser religioso, es no tomarse demasiado en serio el asunto y aprovechar las celebraciones sacras para el jolgorio y- como los del Rocío- para el baile por sevillanas, ponerse ciegos de vino y otros folclores. ¡Dónde va a parar esa jarana comparada con la compungida actitud de otras confesiones con sus prohibiciones, castigos divinos y Sharías!
Si en otras materias- sigo con el boletín escolar, tras esta pía digresión- era el notable mi marca, en lengua y literatura “sobresaliente” todo el curso.
En esto era, para qué exhibir aquí falsas modestias, el puto amo. Y la clase más o menos lo sabía y los partidarios esperaban mi “composición” que era cómo se llamaba a las redacciones colegiales. Las muchachas con más atención que los muchachos, igual que ahora, por cierto. Que te vas a un club de lectura o a una presentación de un libro y ya cuesta cruzarse con un maromo, andarán en la taberna, con sus cuitas futboleras o diciendo que hay que fusilar a Irene Montero. El caso es que, yo comenzaba a leer mi redacción cuyo tema era: “la amistad” y hasta los más ceporros se callaban un rato y dejaban de tirarle papelitos al gordo o al miope.
Los enemigos, por el contrario, se quedaban con alguna cursilería- las habría a cientos, seguro- que pudiese uno haber perpetrado en el texto para zaherirme luego en el patio del colegio.
-¿Entonces qué, que el amor es como un relámpago que atraviesa nuestros corazones? Tú lo que tienes es que estás encoñado con Marujita y se lo vamos a decir… Y otros más crueles: -Mira el Gallardo: ¡La vida es como un fruto que madura en el árbol de a existencia! ¡Me voy a cagar en tus muertos, maricón!
Ya en octavo, tenía por suerte, mi grupo de amigos fieles y me reía de los vilipendios y los retos, Había aprendido a decir “cómeme los huevos” y algunas otras groserías de rigor y durante los dos años anteriores había tenido que pegarme a la salida de las clases con la mayoría de los borricos del colegio. Unas veces se ganaba y otras se perdía, como en los concursos de televisión, pero aquellas pequeñas escaramuzas casi cotidianas me habían- como las poesías leídas en clase- dado un pequeño prestigio, o
por lo menos habían sido un aviso a navegantes: -Tengo paciencia, pero tampoco os paséis de la raya, abusones de mierda.
De aquellos amigos de entonces, conservo a la mayoría. Los veo poco, pero también es verdad que con la vida que lleva uno, como no llamen a la puerta de casa a ver a quién vamos a ver. Ahora bien, que sepan, que sepáis, que os recuerdo a todos. Me acuerdo de un puto boletín de notas, cómo no voy a hacerlo del Barroso, del Tino, de Manolo Odero, de Ávaro Galo, de Francisco Rico, de Felipe “el pollo”, de Javier Harana, de Fede y de muchos más, la lista sería, es, muy larga. Y la cierra el primer amigo que tuve en este pueblo y con el que, cuarenta y tantos años después, sigo abrazándome, siquiera por teléfono, mi hermano Santi Cuevas. Al final uno piensa que, pese a unas pocas malogradas, también sacamos una decente calificación en amistades.