Mudanzas y rescates
Juan Antonio Gallardo «Gallardoski».-La busca y sus influencias.
Cuando me vio llegar, aquella mujer pensaría: ¿Y tú qué haces aquí? Pero no dijo nada, porque iba yo recomendado por uno muy importante.
El salón era prácticamente como mi casa o más grande. Colgaban del techo unas lámparas de araña que casi me rozaban la cabeza. La señora de la casa era espigada, alta, casi tanto como yo, pero se movía con gran destreza por allí, por la costumbre.
A mí entre la proximidad de los brazos de las lámparas y el saber que no era muy bienvenido, se me dibujó una suerte de encogimiento de hombros muy aparente del que no pude desembarazarme en todo el rato, que se me hizo, a qué negarlo, bastante largo.
En unas cajas de madera bien bonitas, pintadas de azul mar, con algunos dibujos de margaritas en los listones, como en un trabajo de fin de curso de un módulo profesional de manualidades, se apiñaban cientos de libros, estorbándose los unos a los otros, estropeando la angostura las solapas de hermosas ediciones antiquísimas.
La señora ni me habló, hizo un mohín con la boquita de piñón en la que se había dibujado una fantasía de carmín un poco exagerada, y me señaló, moviendo el mentón, en un gesto que debía tener ensayado con la servidumbre, la merca.
En otras circunstancias, hubiese cogido el camino de momento y la hubiera dejado allí, con sus cajas, sus aires de gran dama y los libros, pero el amigo que me había recomendado este pequeño botín, me había asegurado que encontraría alguna joya, porque el recientemente fallecido marido de doña Urraca, era un señor muy culto y muy relacionado con poetas y escritores andaluces de los años cincuenta del siglo veinte, hasta la fecha.
“Llégate antes de que lo rapiñe todo el librero de viejo, o el trapero, que están al acecho desde hace unos días”
La verdad, es que me sentía como una de esas aves carroñeras alrededor de, en vez de la carne muerta, de la letra impresa.
Y, así y todo, no me iba, me podía esta curiosidad que hace que pueda uno pasarse horas enteras mirando títulos en los mercadillos y las librerías de lance, mientras el resto de la excursión, proclama: ¡Qué pesado! O: ¡Te esperamos ahí, tomándonos unas birras y pidiendo unas tapitas!.
El supuesto botín no valía gran cosa, lo comprobé enseguida. Volúmenes de historia, comprados casi seguro por el asunto decorativo de la casa, porque estaban muchos de ellos precintados por un plástico que me puso melancólico, cuánto esfuerzo, erudición, trabajo, sin leer, sin ser jamás ni siquiera consultado por nadie en esta casa. Colecciones de narrativa española en cuyos lomos se leían los nombres de Cela, García Hortelano, Delibes, sí, pero otros muchos de escritores que debieron, en su momento, ser muy populares y tener una gran proyección comercial, pero que ahora nada, ni idea de quiénes fueron, cómo escribían, qué historias le contaron al sordo y mudo país en el que desarrollaron su obra.
La señora me seguía de cerca, casi notaba su respiración en mi nuca, mientras yo en cuclillas iba rebuscando por aquí y por allá, sin poner especial atención en nada.
-¿Qué, no encuentras nada que te interese? Me dijo por fin.
-Un segundito, señora, un segundito, que estoy mirando.
-Sí, sí, pero no tengo toda la tarde. Y con el dedo índice, se daba golpecitos en el reloj de pulsera. Ahí ya me terminó de tocar la moral y le dije:
-¿Y esto es todo lo que hay?
Si, como la verdadera doña Urraca de los tebeos, hubiese llevado el paraguas sempiterno, me habría propinado uno de aquellos célebres paraguazos en plena mollera. Menos me habría dolido que su respuesta a mi “¿esto es todo lo que hay”
-Para ti, sí. Sentenció dignísima.
Pero era mentira, no había nada más, salvo que lo tuviese encerrado en algún cuartucho cerrado con siete llaves, allí todo eran tonterías sin valor ninguno. Todavía, antes de irme, me animé a preguntarle:
-¿Y todos esos libros de poesía que me dijo mi amigo que podría encontrar aquí?
-Ah, que venías por eso- dijo, y se le cambió la cara, pasando del reto, a la confidencia en un segundo: -Esos, los tiré directamente al contenedor. Muchos amigos sí, muchos poetas dedicándole libritos y tal, pero cuando se murió no vino ni uno a verlo, ni uno de ellos le hizo una llamada. Ni uno me ha llamado a mí después.
Y su absurda y amorosa venganza ante el desafecto de los que decían ser amigos de su marido, transformó por completo mi concepto de la señora, a la que ya no llamaré más Doña Urraca, o en todo caso lo haré en homenaje a la temeraria Doña Urraca de León, que resulta más bonito y que llevó una vida que, para ser reina, vaya mierda.
Me llevé cuatro o cinco libros al final, porque no lo llevaba barato, pese a todo la señora. “Ya me extrañaba a mí, que no picaras” me diría ella una vez en casa.
Entre ellos, un ejemplar de las “Escenas matritenses” de Mesonero Romanos, en una edición que parece conciliar de misteriosa y mágica manera, el tono voluntariamente vetusto con el que el gran Mesonero escribe sus crónicas con la tapa dura de tela del ejemplar. Y llevo una semana con él, a ratos, más que nada porque cantidad de peña me ha dicho que mi escritura está muy sometida al influjo de este maestro. Y yo a mi maestro no lo había leído, hasta ahora, en mi vida.