
La corrupción es consustancial con el régimen del 78
Fernando Cabral.-A lo largo de más de cuatro décadas de democracia formal en España, una constante ha recorrido el sistema político como un veneno silencioso: la corrupción. Desde los escándalos del GAL y Filesa en los años 80, pasando por Gürtel, Lezo, Púnica, hasta la opaca fortuna de Juan Carlos I, incluyendo los actuales casos de corrupción que afectan al PSOE de Pedro Sánchez; el goteo incesante de casos no ha sido fruto de desviaciones individuales, sino de algo más profundo. Es momento de plantear, sin eufemismos: ¿Y si la corrupción no es una anomalía del régimen del 78, sino una de sus bases funcionales?
El llamado “régimen del 78” no es solo un marco legal e institucional derivado de la Constitución del 1978. Es, sobre todo, una estructura de poder heredada del franquismo donde las élites económicas, políticas y mediáticas pactaron una transición controlada, preservando privilegios y garantizando impunidad. Lo que debía ser una regeneración democrática se convirtió en una reconversión superficial de las viejas estructuras del poder.
En este contexto, la corrupción no es un accidente. Es una herramienta de cohesión interna del sistema, una forma de redistribuir favores, comprar lealtades y mantener la ficción de alternancia entre dos grandes partidos (PSOE y PP) que, en lo esencial, han compartido modelo económico, políticas de Estado y blindaje institucional.
La colonización partidista de organismos como el Consejo General del Poder Judicial o el Tribunal de Cuentas, el Tribunal Constitucional, etc., la opacidad en las contrataciones públicas, las “puertas giratorias” entre política y empresa, y el nulo control ciudadano sobre decisiones estratégicas, han tejido un ecosistema donde la impunidad no es un fallo: es un diseño.
Mientras tanto, quiénes se atreven a denunciar esta estructura como corrupta de raíz —ya sean jueces, periodistas, movimientos sociales o partidos alternativos— son rápidamente estigmatizados como “antisistemas” o “populistas”. El sistema, como cualquier cuerpo enfermo que rechaza el tratamiento, se defiende atacando.
No se trata de idealizar una ruptura total sin dirección. Pero sí de asumir que la regeneración real no vendrá de quiénes llevan décadas saqueando lo público con total impunidad, sino de una sociedad civil activa, crítica y decidida a no tolerar más el chantaje de la “estabilidad” a cambio de corrupción sistémica.
Si queremos una democracia digna de tal nombre, necesitamos ir más allá de parches estéticos. Es hora de cuestionar el régimen del 78 en su conjunto y construir un nuevo contrato social basado en la transparencia, la rendición de cuentas y la participación ciudadana. Lo contrario es seguir normalizando el saqueo o, en su caso, el incumplimiento sistemático de lo prometido cuando se llega al poder, sea cual sea en el ámbito administrativo que sea.
El régimen del 78 durante más de 40 años nos ha impuesto a una mayoría social elegir entre lo malo y lo menos malo. Esta dicotomía ha favorecido la corrupción como base consustancial del régimen. Ya no vale con decir que la alternativa es peor. La estrategia de que los otros son peores ya no va a funcionar.
La depuración de responsabilidades debe ir acompañada de un proyecto democrático de verdad que satisfaga los intereses de la mayoría social. Hay que levantar las hipotecas del 78 e hincarle el diente al debate estructural, dicen algunos. Los casos de corrupción, como estado natural del régimen del 78, instalan un marco de que todo el mundo es igual y eso solo favorece a la extrema derecha.
Esta es una tesis ampliamente defendida por la mayoría de las formaciones políticas de la izquierda alternativa y, por ende, gran parte de la mayoría social, aunque unos lo hacen de forma más abierta que otros. En su esencia es la misma. Al PSOE de una forma u otra hay que hacerle saber si quiere seguir instalado en la podredumbre del régimen y terminar engrosando la lista de partidos irrelevantes socialistas europeos o ser parte activa de un nuevo proyecto democrático donde los derechos sean inalienables más allá de las coyunturas políticas.