CUANDO LA DECEPCIÓN TORNA EN INDIGNACIÓN EN POLÍTICA
Fernando Cabral.-En toda democracia, la relación entre la ciudadanía y la clase política se sostiene sobre un delicado equilibrio: la confianza. Esa confianza se construye con promesas, proyectos y, sobre todo, resultados. En política, las emociones colectivas son tan determinantes como los programas o los discursos. Ningún sistema democrático puede sostenerse solo en instituciones si los ciudadanos dejan de creer en quienes las representan. La confianza es el cemento de la vida pública. Pero cuando los compromisos se disuelven en la práctica, cuando la ética pública se erosiona o cuando los intereses particulares prevalecen sobre el bien común, la decepción se instala. Y si esa decepción se prolonga o se percibe como una traición reiterada, entonces se transforma en algo más potente: indignación.
La decepción política es, en principio, una emoción pasiva, suele comenzar en silencio. Es la de quienes esperaban cambios y se encuentran con más de lo mismo. Es el sentimiento del votante que, tras depositar su esperanza en un proyecto, observa que nada cambia o que los cambios le perjudican. Es la frustración silenciosa de quien siente que su voto fue un error. Sin embargo, la indignación implica un salto cualitativo: no es solo decepción, sino una toma de conciencia moral. El ciudadano ya no se siente únicamente frustrado; se siente agraviado. Y ese agravio, cuando se comparte socialmente, puede encender movimientos, protestas y rupturas políticas profundas.
La indignación no solo puede surgir de la pobreza o la crisis por sí mismas, sino del contraste entre las expectativas creadas y la realidad percibida. Es la brecha entre el discurso y la acción lo que suele encender la chispa.
Paradójicamente, la indignación puede ser tanto destructiva como regeneradora. Si se canaliza sin rumbo, puede alimentar el populismo, la polarización o el desencanto absoluto con la democracia. Pero también puede ser el motor de una renovación ética, de una ciudadanía más vigilante y participativa. La clave está en cómo los líderes políticos y la sociedad civil responden ante ella: con humildad y reformas, o con soberbia y represión.
En definitiva, cuando la decepción se convierte en indignación, la política enfrenta su momento de verdad. Es el punto en que la sociedad exige coherencia y rendición de cuentas, y donde el sistema se pone a prueba. Porque ninguna democracia puede sostenerse indefinidamente sobre la desilusión: la indignación, aunque incómoda, es el recordatorio de que la gente aún cree que las cosas pueden -y deben- cambiar.
En el fondo, la indignación es la otra cara de la esperanza. Solo se indigna quien alguna vez creyó. Y en tiempos en que la desconfianza se ha vuelto casi un reflejo social, no deja de ser un recordatorio de que la ciudadanía sigue esperando algo mejor.
Si donde hubo ilusión, ahora hay desencanto y decepción, poco tardará en haber indignación. Es cierto que se puede engañar a todas las personas algunas veces; incluso se puede engañar a algunas personas todo el tiempo; pero no se puede engañar a todas las personas todo el tiempo.
A quien corresponda, perdida la confianza de los ciudadanos que tras albergar ilusión, su desencanto torna en indignación, ya no habrá ni respeto ni estima.
(El audio subtitulado de este artículo se publicará también en el canal de YouTube: https://youtube.com/@anoidto)
