BUEN POLÍTICO vs BUEN GESTOR
Fernando Cabral.-En tiempos de crisis institucional, desconfianza ciudadana y demandas sociales complejas, la figura del gobernante eficaz cobra una renovada importancia. Pero, ¿qué es más necesario hoy: un buen político o un buen gestor? Aunque estos roles a menudo se entrecruzan, sus diferencias son profundas y relevantes para entender la calidad de nuestros gobiernos. Este artículo analiza ambos perfiles y reflexiona sobre su complementariedad en la administración pública moderna.
Un buen político es alguien que actúa con integridad, compromiso y responsabilidad en el ejercicio del poder público, buscando el bien común por encima de los intereses personales o partidistas. Es, ante todo, un representante de la ciudadanía. Su fortaleza radica en la capacidad de comprender y articular los intereses sociales, construir consensos, y liderar procesos de cambio. Honradez y honestidad, habilidad para negociar y persuadir, capacidad para liderar procesos sociales o ideológicos, conexión emocional con la ciudadanía y visión estratégica de largo plazo son valores claves, sin soslayar que un buen político, sobre todo, debe tener ideología y hacer política en función de sus principios ideológicos, así como, ser conscientes de sus propias limitaciones.
En otras palabras, un buen político entiende el juego del poder y lo utiliza para influir en el rumbo de su comunidad y, llegado el caso, emprender el cambio del orden de las cosas y no acomodarse en ellas. Un buen político no es necesariamente el más carismático ni el que más promete, sino aquel que cumple, construye, y transforma con responsabilidad.
Por otro lado, el buen gestor es el encargado de hacer que las cosas funcionen. No se enfoca tanto en el discurso político como en la eficiencia operativa y administrativa. Capacidad de planificación, ejecución y evaluación, Gestión responsable de recursos públicos, Solución de problemas con base en datos y evidencias y Enfoque en resultados medibles y sostenibles y hacer de la transparencia su principal virtud de su gestión.
En contextos donde el Estado, la administración fallan en los servicios básicos, el buen gestor se convierte en una figura imprescindible.
Aquí está el dilema central: un buen político sin gestión se queda en promesas; un buen gestor sin liderazgo político, en eficiencia sin dirección. Ejemplos abundan en la historia reciente: Líderes con gran carisma que no lograron ejecutar políticas públicas efectivas y Técnicos brillantes sin legitimidad política o sin fundamentos ideológicos para impulsar reformas profundas.
Ambos perfiles, por separado, son insuficientes para enfrentar los desafíos actuales. La política moderna necesita figuras integrales o equipos complementarios que combinen ambas cualidades.
En sociedades polarizadas y con baja confianza institucional, la ciudadanía busca líderes honestos, eficaces y cercanos. Por eso, hoy más que nunca, el reto está en superar la vieja dicotomía entre política y gestión.
La figura ideal del gobernante del siglo XXI es aquella que logra conjugar visión y ejecución, liderazgo y eficiencia, propuesta y resultados. No basta con saber hablar; hay que saber hacer. Pero tampoco basta con saber hacer, si no se tiene el liderazgo para transformar.
La política, para ser verdaderamente transformadora, necesita tanto buenos políticos como buenos gestores. O, aún mejor: políticos que gestionen bien y gestores que entiendan la política sin abandonar sus principios ideológicos entendiendo que el fin no justifica los medios ni que llegar al poder es un fin en si mismo.
No se trata de elegir entre uno u otro, sino de comprender que la buena política sin buena gestión no transforma realidades y la buena gestión sin dirección política no construye futuro.
(El audio subtitulado de este artículo se publicará también en el canal de YouTube: https://youtube.com/@anoidto)
